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Mi odiado profesor

La Razón
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No puedo contar lo que me pasa o me ha pasado sino en primera persona y subjetivamente. No soy un filósofo que pueda escribir por encima de sí mismo y despersonalizarse para aleccionar a sus semejantes. Yo solo cuento con la convicción de que no estoy solo en el mundo y hay muchos que me entenderán.

Yo fui tan mal discípulo, que me hacían subir al último banco de la clase, para que todos me vieran y reconocieran al peor. Primera brutalidad de mi joven y despiadado maestro, al que juzgaba ya mucho más ignorante e insensible que mis buenos padres. Yo me exhibía con la mayor desvergüenza y saludaba como en el teatro. Porque despreciaba a mi maestro, a la escuela y a todos. Allí se enseñaba muy mal. Aquella joven bestia de mi primer profesor, era incapaz de despertar en sus discípulos el menor interés por las materias que se tratasen. Tan solo memorizar como cotorras, o «palo y tentetieso».

Era guapo el tío, novio de la hija de una íntima amiga de mi madre, guapísima también. Su ilusión era «fardar» y bailar boleros apretados. A la chiquillería, nos despreciaba. No era otro el motivo de aquel mi fracaso escolar. Aunque, por mera impregnación, yo estuviera recibiendo otro tipo de educación familiar y doméstica por parte de mis padres: Vividores cultos y mundanos, que hablaban de Ortega, de Stravinsky, del impresionismo… ¡qué sé yo! Algunas veces preguntaba curioso qué era todo eso y, entre risas, me lo contaban para que lo entendiera un niño.
 
Mi padre tomaba fácilmente un libro y me comentaba sus estampas. –«Mira. Este es un cuadro impresionista y este no lo es. A que se nota la diferencia. Este parece que lo han hecho más deprisa, a la primera impresión. Pues esto es el impresionismo». –«¿Y esto de Picasso? ¡Qué feo es!». – «Sí, es muy extravagante, pero tu madre y yo asistimos, en el Real, al estreno de "Parade", que era un ballet de Picasso. Y salían personas vestidas de rascacielos, y un caballo de tela, muy patoso, que figuraban entre dos, a quienes se les veían las botas y los calcetines. ¡Un caballo con botas! Hasta el rey don Alfonso XIII se reía a mandíbula batiente y aplaudía. Los mamarrachos son muy expresivos, algo quieren decir. Y si no, no los pondrían en estos libros». –«Yo también quiero hacer mamarrachos expresivos». –«No es tan fácil, no vayas a creer...».

A los siete años yo me enteraba de cosas de las que allá, en la escuela, ni siquiera sabía que existieran mi fachendoso profesor. Yo leía los libretos de Wagner, que heredé de mi abuelo materno y, a veces, escuchaba en el gramófono la obertura de «El buque Fantasma». –«¡Uuuh…! ¡Qué miedo!» Parecía que el mar me iba a tragar. Era imposible que yo recibiera estas impresiones en la escuela. Ni que nadie me contara, como mi madre, secretos y costumbres de mi familia.

De modo que allí no aprendía tanto como en mi casa. Bien es cierto que no me iniciaban a las ciencias exactas, sino a las humanísticas, igualmente «mala educación» en cierto sentido, pero no tan mala como la de aquella escuela pública. Y ni aún aunque hubiera sido privada. En el peor y en el mejor de los casos, la educación que se recibe de los padres es fundamental. Supongamos que los míos hubieran sido honrados saltimbanquis, que me enseñaran con amor cosas muy diferentes a las que no me podían inculcar en la escuela, de mala manera y escasa atención.

Para completar o corregir esa visión «secuestradora» de los padres, está el magisterio primario y superior. Pero no desempeñado por buenos bailarines de boleros y memoriones sin la menor cultura y la menor sensibilidad, que enseñan como el que rellena de lana una almohada. Es bien fácil de comprobar que España ha vivido periodos bien negros para la enseñanza. Sus secuelas, son evidentes hoy.