España

Monaquillo

La Razón
La RazónLa Razón

El periodismo del corazón anda revuelto por la anunciada ausencia de miembros de la Familia Real española en la boda del Príncipe de Mónaco con una fibrosa y blonda nadadora sudafricana. Mónaco es una millonaria anécdota mediterránea, una empresa perfectamente estructurada para el timo de gran altura. Es también el refugio de los triunfadores que no desean pagar impuestos en sus países de origen. En Mónaco, las ardillas veranean en Francia. Para una considerable mayoría de europeos, Mónaco es una carrera de Fórmula Uno, un rally invernal, un museo oceanográfico y un puerto abarrotado de barcos fabulosos que jamás navegan. Los hay que llevan amarrados, atracados y abarloados decenas de años. No es una parcela simpática. El monegasco nativo es tan áspero que hasta los franceses se sorprenden con sus aristas. Decía De Gaulle que Mónaco era un elegante barrio de Niza en el que está permitido creer que aquello no es Francia aunque lo sea. El museo oceanográfico, formidable, es la mejor consecuencia de su último príncipe sabio e investigador, Alberto I, que dedicó su vida al estudio de los mares, y que llegó a embarcarse como oficial de la Armada española en un largo periplo por América. Después de él empezaron las fiestecitas y se estableció, quizá en memoria de la Princesa Alicia, el pequeño principado de Alicia en el país de las maravillas. Rainiero, no obstante, cumplió con su cometido y le entregó a Mónaco el atractivo y el carisma de una actriz americana elegante y discreta. Grace Kelly. Pero como dice el poema de Larralde «Cosas que pasan», «de una sangre pareja salen las crías cambiadas», y las crías no salieron bien, aunque Carolina haya sido un portento de mujer y la más aceptable de la camada. El actual Príncipe, Alberto II, o III, o como guste acomodarse en la pequeña historia de esos terrenos, es un memo mimado que ha demostrado siempre una especial animadversión hacia España. Como miembro del Comité Olímpico Internacional fue el responsable directo de la derrota de la candidatura de Madrid 2012. Lo que nadie se explica es lo que pinta Mónaco en la cumbre olímpica, cuando no tiene espacio ni para organizar un campeonato de petanca. He visitado Mónaco en cuatro ocasiones, y siempre está igual. Para pasar las horas monegascas, que son más largas que las del resto del mundo, me pierdo en el museo fundado por Alberto I y durante tantos años dirigido por el gran oceanógrafo Jacques Yves Cousteau. Hace bien la Familia Real en no estar presente en la boda de ese tontorrón, que viste un uniforme que parece de jefe de rango de camareros del «Titanic». Una boda, por otra parte, financiada por empresas, magnates y mangantes establecidos en Mónaco y que han acordado que los canapés y las croquetas corran de su cuenta. Lo que se llama una boda-negocio. El gran problema de la monarquía monegasca es que sus titulares no pueden saludar desde una carroza al público congregado. Pueden hacerlo si los caballos permanecen quietos, pero si se ponen en marcha, cuando los príncipes se aprestan a saludar ya están en Francia, y en Francia no les hacen demasiado caso. Aunque no trascendiera, el Rey se agarró un enfado morrocotudo cuando Alberto de Mónaco despotricó de España en la cumbre olímpica. Y la venganza ha sido limpia y justificada. Asistirán a la boda los príncipes de las islas Molucas-Selatán, los reyes de Swazilandia y los príncipes de Chechenia. Los monegascos pueden darse por satisfechos.