Ministerio de Justicia
Sub iudice
En plena ceremonia de confusión, unos jueces critican a otros, desconociendo detalles de los procedimientos y prescindiendo de jerarquías
Por mucho que los teóricos de la Ilustración (Montesquieu, Beccaria, Feuerbach) se empeñaran en ello, el juez penal no es un mero autómata de la subsunción de los hechos en la ley. Pero, contra lo que entendieron los partidarios de la escuela del Derecho libre o los del uso alternativo del Derecho, entre otros, tampoco goza de creatividad soberana. En el marco de leyes menos taxativas de lo que en general se suele pensar, el juez penal realiza ciertamente valoraciones político-criminales: de política criminal «en lo pequeño» ha hablado Hassemer. Ahora bien, es preciso que sus decisiones las adopte desde la imparcialidad material u objetiva, que las justifique mediante el recurso a las reglas y principios de la argumentación jurídica y que las vincule al tenor de la ley. Sólo en tales condiciones cabe esperar de ellas una contribución, por modesta que ésta sea, a la realización de la Justicia.
La imparcialidad objetiva –esto es, la ausencia de injerencias perturbadoras sobre la actividad de los jueces– constituye, según se ha apuntado, un pilar fundamental de la contribución de la función judicial a la realización del Derecho con mayúsculas. No hace tanto, esto tenía el valor de lo evidente. Uno recuerda la unción con que los abogados –especialmente penalistas– declinaban hacer cualquier comentario sobre un determinado asunto, recurriendo sencillamente a una locución latina: está sub iudice.
El que una cuestión se hallara pendiente de resolución judicial constituía por aquel entonces razón suficiente para que los letrados se abstuvieran de pronunciamientos al margen de los propios de los escritos forenses. Incluso los políticos recurrían de modo no infrecuente a aquel ablativo. Aunque cabe que ello se debiera a un puro cálculo interesado, se trataba de una suerte de autorregulación cuya consecuencia era obvia: la imparcialidad e independencia de los jueces se veían escrupulosamente protegidas.
Por lo demás, tal modelo de conducta resultaba de una lógica aplastante. Pues ¿para qué iba a querer un abogado efectuar comentarios extraprocesales acerca de un asunto pendiente de decisión judicial? ¿Y qué sentido tenía que un político se pronunciara en los medios sobre una materia litigiosa? Si tenía algo que decir y legitimación para decirlo, ¿no debería contratar a un abogado y personarse en el procedimiento?
Resultaba, sin embargo, que todo el mundo pretendía, de forma más o menos confesada, influir sobre la decisión judicial pendiente. Y sucedía que los medios de comunicación constituían una atalaya inigualable desde la que ejercer esa influencia inconfesable. Así es cómo –me temo– la cláusula sub iudice ha terminado por desaparecer de nuestro panorama público. Los abogados se pronuncian en los medios sobre asuntos sub iudice, sean o no parte en ellos; los políticos, a su vez, no ahorran comentarios; los profesores hacen otro tanto… ¡hasta los jueces se suman a la causa de opinar sobre asuntos que se encuentran sub «altero» iudice!
En plena ceremonia de confusión, unos jueces critican a otros, desconociendo detalles de los procedimientos y prescindiendo de jerarquías. Políticos y abogados vierten acusaciones de prevaricación sobre quién, por corresponderle jerárquicamente, entiende de una causa por prevaricación. Incluso –aunque la cuestión ya queda fuera del Poder Judicial– juristas ilustres niegan legitimación para anular leyes aprobadas por mayoría a un Tribunal cuya razón de ser en las constituciones modernas es precisamente la de desempeñar un decisivo papel contramayoritario. En suma: se destruye entre aspavientos cínicos de unos y otros un delicado entramado institucional, trabajosamente tejido, siempre inacabado en nuestro país.
Porque es de instituciones de lo que importa hablar, y de los deberes que éstas generan en todos los que las integran. Volvamos, por ejemplo, a los abogados. Éstos no se deben sólo a una mera relación contractual con un cliente, sino también a una posición institucional en el sistema de la Administración de Justicia. Sin entrar ahora en otras cuestiones de no menor trascendencia, dicha posición institucional debe traducirse en una actitud de respeto frente al proceso. Especialmente, si se trata de un proceso penal. Abogados, fiscales y jueces deberían manifestarse sobre aquél y su objeto sólo a través de sus respectivos escritos y resoluciones, mediante los correspondientes recursos y sentencias.
Ciertamente, existe un momento en el que el proceso finaliza como tal y el hecho que lo motivó vuelve a la sociedad como res iudicata. La cosa juzgada que se establece en virtud de la resolución firme pone fin a la posición sub iudice del asunto. Sería éste el momento de los comentarios doctrinales, de las críticas y debates en los más diversos foros. Los jueces habrían ganado en independencia; y todos, en Justicia.
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