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Epitafio
Reconozco un sabor agridulce en mi percepción de la reforma laboral. Hay que ir a un mercado más flexible, sí, pero me queda un regusto a acíbar cuando pienso en derechos de los trabajadores que desaparecen para siempre y que fueron implantados por la socialdemocracia europea o el franquismo español como hitos históricos. Indemnizaciones por despido, arbitrajes judiciales y protección frente a multinacionales sin escrúpulos (que no son todas, ojo). Ya, ya lo sé, el empleo es más necesario que el estado del bienestar y he interiorizado perfectamente el discurso de los mejores economistas. Si fuese dueña de una ferretería con dos subalternos o de una agencia de publicidad con cinco comprendería la urgencia de poder despedir y contratar más fácilmente. Y a pesar de todo, qué quieren, me surge una nostalgia escandinava o marxista de lo más sospechosa. No voy a exagerar, pero me da pena esta sociedad que evoluciona hacia el imperio radical del dinero, donde ya no es importante preservar el tiempo para la familia o los horarios que permiten tener un anciano en casa o un niño enfermo. Habrá más trabajo, pero habrá que dedicar todo momento libre a reciclarse para un mercado más competitivo y estar dispuestos a entregarse sin restricciones horarias ni reservas. Supongo que ya no somos los ricos del mundo y que la cosa no tiene remedio. Que los chinos y los indios y los tailandeses también quieren su justa parte, y que eso supone que nuestra comodidad disminuya y que trabajemos más y más para competir con quienes ya sacan la cabeza. Pero permítanme al menos este sentido epitafio.
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