España
Los monstruos de la razón
Estamos en Navidad, periodo de paz por excelencia, en la que los católicos celebramos el nacimiento de Nuestro Señor, y los no creyentes unas fiestas que les acercan más a sus seres queridos. Parece que todo se inspira en este sentimiento, en el que tratamos de buscar lo mejor de nosotros mismos, para dárselo a los demás, pero la verdad es que los problemas subsisten, y debemos seguir afrontándolos, eso sí, con una mayor dosis de solidaridad y mutuo apoyo. Pero el espíritu de paz y concordia dura poco, y no hay más que leer los periódicos del domingo, tras el descanso navideño, para recobrar nuestro real escenario. A pesar de ello, muchos no renunciamos a la utopía de tener un país mejor, con más calidad humana, y donde cada uno haga lo que sepa hacer, y lo haga bien. La utopía no es mala, es la base de todo pensamiento humano, de toda religión, en suma de todas las ideologías, pero como decía el escritor italiano «Scapigliaturo» Carlo Dossi, «la utopía de un siglo determinado con frecuencia se convierte en una idea vulgar para el siglo siguiente». Aristófanes escribió en el 392 antes de Cristo «La Asamblea de las Mujeres», en las que las mujeres atenienses se visten de hombres y obtienen la mayoría en la asamblea, y en la que unos de los diálogos nos dice: «Propongo que se haga una sociedad común, de la que todos se sirvan para vivir». Pero un personaje pregunta: «Y la tierra. ¿Quién la cultivara?», a lo que se le contesta «los siervos». El intento de dividir y segregar siempre ha sido consustancial al ser humano, unos lo hicieron sobre la base de las clases, otros sobre los títulos nobiliarios, la posición económica, el sexo, la religión, etc. Pero quizá hoy el mayor intento de separación y división es el que se basa en las ideologías, magnificando los conceptos de propios y extraños, sobre todo aquellos que provienen de ideologías totalitarias. España quizá sea uno de los países del mundo donde esto se vive con más virulencia; todos los debates se ideologizan, se presuponen soluciones de izquierdas y de derechas, cuando muchas veces guardan una mínima coherencia con los principios de la ideología que los asume; se trata siempre de separar y de distinguir, como si de una marca comercial se tratara. En principio no es algo malo, el problema es cuando se extrema y se sobreactúa, de tal modo que el que se atreva a hacer algún tipo de manifestación pública que no guste al poder dominante, y aunque sea en el ejercicio de sus funciones, se convierte en un adversario, piense lo que piense. Por ejemplo en relación con la Justicia, cuando alguien hace una declaración en defensa de la división de poderes y de la independencia judicial, si desde el poder político se reclaman soluciones judiciales en la línea de un objetivo, se convierte en un enemigo del sistema; si se hacen manifestaciones en defensa de la Constitución frente a iniciativas legislativas que la pueden afectar, se le tilda de lo que sea, se le demoniza y ¡a aguantar el San Benito! Cuando a un juez le toca un caso con connotaciones políticas, o que afecta a alguien con similares connotaciones, haga lo que haga, y decida lo que decida, está perdido, se le va a causalizar, y en virtud del sentido de la decisión se le va a encasillar en una opción política, si bien la balanza de la mala fama se suele inclinar más siempre hacia un lado. Decía Frederick Nietzsche que «quien quiera matar a su enemigo piense bien si con ello lo hace eterno dentro de sí». Es obvio que hoy nadie piensa en matar a nadie, por estas razones. Pero no es menos cierto que ciertos mensajes de políticos, y de sus terminales periodísticos, algunas veces, van dirigidos a anular a personas, sencillamente porque no les gustan, haciendo juicios de valor precipitados, disparatados, y casi siempre malintencionados, sobre aquellas personas, y sólo para denigrarlas ante la opinión pública. Algunos leen las leyes al revés, y comienzan su lectura por «él y lo concernido», para descalificar su aplicación, aproximan al intérprete a un partido político o ideología, y en suma tratan de cuestionar labores y a veces trayectorias, y sólo por conseguir triunfos pírricos, porque luchar contra la verdad suele traer consecuencias letales. En suma, la ideología es superada por el sectarismo y la negación de los que identifican como adversarios, pero no hay nada más peligroso que dar golpes al vacío, o dirigir ese sectarismo contra el que no lo es, porque al final aparecerán los verdaderos enemigos. La negación de la verdad se convierte en un boomerang que acaba siendo arrojado sobre su propio lanzador. El tiempo acaba enfrentando al sectario frente al espejo de su sectarismo.
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