Estados Unidos

La inspiración del 4 de julio por César Vidal

Thomas Jefferson, el artífice de la Declaración de independencia deEE UU, tuvo un modelo para su texto, otra declaración de un año antes 

Thomas Jefferson
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E l 20 de mayo de 1775, un grupo de colonos se reunió en la localidad de Charlotte, en Carolina del Norte. Procedentes del condado de Mecklenburg, redactaron una declaración de independencia de la metrópoli inspirándose en los principios políticos que habían promovido las revoluciones anglo-sajonas del s. XVII. El texto de la Declaración de Mecklenburg fue llevado al Congreso continental de Filadelfia donde, presumiblemente, fue leído por Thomas Jefferson, que lo tomó como punto de partida. Al respecto, no deja de ser significativo que la Declaración de independencia reprodujera literalmente expresiones del texto de Mecklenburg, una circunstancia que llamó poderosamente la atención de John Adams.

La extracción social – y, sobre todo, religiosa – de los firmantes de la Declaración de Mecklenburg explica sobradamente la carga ideológica que tendría la revolución americana. En su mayoría, eran puritanos de origen irlandés y escocés que, por principio, rechazaban una visión utópica de la sociedad y, por el contrario, creían más bien en la preservación de derechos sobre los que no podía haber discusión alguna. El primero era la libertad de conciencia sostenido en la convicción de que ningún derecho tiene sentido si el poder político puede decidir lo que creen los ciudadanos.

Al respecto, los puritanos combinaban dos aspectos que, no pocas veces, se han visto como incompatibles. Así podían ser profundamente religiosos y, al mismo tiempo, abogar por la separación de Iglesia y Estado.

Respeto a la propiedad privada
En segundo lugar, consideraban esencial el respeto a derechos como la vida, la libertad de expresión, la representación política – especialmente en la medida en que ésta evitara los impuestos arbitrarios – y la propiedad privada, que era vista como una garantía de libertad.
Finalmente, la visión antropológicamente pesimista de los puritanos insistía en la división de poderes como garantía de que ningún político pudiera acabar comportándose de manera despótica.

Eran pocos principios, pero demostrarían tener una relevancia extraordinaria. La nueva sociedad no debía tanto implantar una utopía – como pretendería la Revolución francesa o los bolcheviques de Lenin– como asegurar el respeto de unos derechos elementales. Al respecto, Jefferson no sería tan ingenuo como para considerar que los hombres tienen derecho a la felicidad. Pero sí incluyó entre esos derechos, que consideraba derivados de la voluntad de Dios, el de la búsqueda de la felicidad. En otras palabras, el Estado no tenía que dar, bastaba con que no estorbara o, como diría Alexander Hamilton, «la finalidad de la Constitución es proteger a los ciudadanos del Gobierno».

La aceptación de ese planteamiento en el seno de la Declaración de independencia resultó fácil porque todos sus firmantes eran puritanos con la excepción de tres: un católico que también era masón; y dos deístas como Jefferson y Franklyn que, no obstante, habían sido educados de acuerdo con principios puritanos y seguían admirándolos.

Posiblemente, esa visión realista y, a la vez, práctica de la política explica por qué Estados Unidos nunca ha sufrido una dictadura militar, ni siquiera durante la guerra civil, ni tampoco se ha desviado hacia el comunismo o el fascismo. Toda una lección histórica y política.