Burgos
Prueba satisfactoria
Para mejor adaptarme al futuro, el pasado viernes procedí a viajar a Santander en un «Seiscientos» que heredé de mi tía abuela Enriqueta. Creo que no superé los 110 kilómetros a la hora en ningún momento, pero estuve a punto de matarme en siete ocasiones. La primera, en la rampa del garaje de mi casa. Se me fue de culo y menos mal que pude frenar antes de impactar con el coche nuevo recientemente adquirido por el vecino del 6º derecha. A la hora de encontrar la autovía, más o menos en el kilómetro 37 en dirección a Burgos, me adelantó un camión que transportaba cerdos. Culpa del camión o de los cerdos, lo cierto es que la fuerza centrífuga –ignoro si se dice así–, me sacó del carril. En Somosierra se encendió la lucecita de la temperatura. Detención obligatoria. Todo bien hasta Honrubia de la Cuesta. Esta localidad llámase así porque tiene una cuesta muy pronunciada, hacia arriba rumbo a Madrid, y hacia abajo rumbo a Burgos. El «Seiscientos» que heredé de la tía Enriqueta perdió los estribos en la bajada y superó los cien kilómetros a la hora, velocidad que jamás había experimentado porque la tía Enriqueta nunca puso la directa. De Madrid a San Sebastián y vuelta lo hacía con la tercera marcha. Al alcanzar el final de la cuesta, una racha de viento casi me hace volcar. En Aranda de Duero, llené el depósito. En tiempos de tía Enriqueta se hacía con cien pesetas. Total, treinta euros, cinco mil pesetas del vellón. Pinchazo en Lerma. No encontraba el gato. Un amable camionero se detuvo, buscó el gato, lo encontró y cambió la rueda, que me arreglaron en un taller inmediato al Hostal Landa, en donde me equilibré con un plato de huevos fritos y morcilla. De Madrid al Landa, tres horas y media. Elegí la autovía del Camino de Santiago que desemboca en la de Palencia a Santander. En Melgar de Fernamental, una poderosa moto me llamó «tortuga hijaputa». No la moto, sino el motorista, claro está. Todo perfecto hasta Herrera del Pisuerga, donde tuve que repostar de nuevo. En Herrera del Pisuerga me perdí, pero ese contratiempo no hay que achacárselo al «Seiscientos» de tía Enriqueta, sino a mí, que soy tontísimo en la interpretación de las señales. Recuperada la autovía, superé Aguilar de Campoo y me dirigía hacia Reinosa, pero en Mataporquera se me encendió nuevamente la lucecita de la temperatura. Una pareja de la Guardia Civil de Tráfico me sancionó por no indicar con el intermitente que me iba a detener en el arcén, pero gracias a ellos conseguí la botella de agua salvadora. En Reinosa me embistió una vaca. Así como se lo cuento. Las vacas no actúan contra los coches que pasan a velocidades normales, pero los «Seiscientos» de 1967 les causan honda indignación. Salvado de milagro de la acometida de la vaca, comencé el descenso hacia Santander. Pero en Arenas de Iguña, otro golpe de viento casi me manda al otro mundo. Coincidió la ventolera con mi paso por un viaducto con ciento cincuenta metros de caída libre. Me acordé de la familia de Rubalcaba, Salgado y Sebastián, como es natural y obligado. En Torrelavega, depósito vacío. Otros treinta euros, que sumados a los sesenta anteriores dan la cifra de noventa del ala. Antes de Mazcuerras, reventón de la rueda trasera izquierda. Colisión contra la valla, y toque final contra un eucalipto. Me recogió mi amigo Ricardo Escalante, que me dejó en mi casa de Ruiloba. Nueve horas de viaje sin superar los 110 kilómetros a la hora. Volví en avión, pero ahorré muchísima energía. El «Seiscientos» al chatarrero.
Delicioso viaje ahorrando gasolina. Gracias, Gobierno.
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