Actualidad

El divorcio era inevitable por Luis Palacios

En Francia crece la anglofobia
En Francia crece la anglofobialarazon

Confucio, con gran sabiduría, dice que «nuestra mayor gloria no se basa en no haber fracasado nunca, sino en habernos levantado cada vez que caímos». Levantarnos y caminar es lo que los europeos debemos hacer ante la crisis. Actitud bien distinta de la «espantá» que Cameron, «el malo» de esta película, ha dado a sus socios europeos diciéndoles: salvad vosotros la eurozona. Esta reacción de Inglaterra no es nada nuevo y podemos preguntarnos si es fruto de una herencia histórica.

La ambivalencia británica sobre Europa tiene siglos de historia. En diferentes momentos esa historia, desde su insularidad, ha estado marcada por controlar el mar, y la lucha por la hegemonía, por la prioridad dada a los intereses mercantiles –«Inglaterra trafica con todo»–, por su «espléndido aislamiento» o su sentido pragmático… En su relación con Francia, hay una especie de resentimiento recíproco. Lo tenían claro nuestros ministros ilustrados. Don Zenón, marqués de la Ensenada, que afirmaba que «por antipatía y por interés serán siempre los franceses e ingleses enemigos entre sí, porque unos y otros aspiran al comercio universal…». Y el Conde de Floridablanca proclamaba «la necesidad de vivir siempre atentos, vigilantes y desconfiados de Inglaterra».

El enfrentamiento tiene raíces lejanas. Las largas luchas feudales entre los Plantagenets y los Capetos alimentaron el patriotismo de franceses e ingleses; incluso cuando el monarca inglés hablaba francés y cruzaba el Canal de la Mancha para ir a «hacer su guerra». La Guerra de los Cien Años dejaría heridas y desconfianzas y haría que el antagonismo fuera nacional, algo que pronto encarnó Juana de Arco cuyo objetivo, recordémoslo, era «echar a los ingleses de Francia».

La expansión colonial y el imperialismo también alimentaron esa rivalidad. Tras la Guerra de los Siete años, Inglaterra arrebata a Francia Canadá y la mayor parte de los territorios de la India. Por el contrario, la revolución que en 1776 da origen a los Estados Unidos de América contó con el apoyo de Francia y España, lo que supuso un fuerte golpe al imperio colonial inglés.

Pero aquella pequeña isla vive la revolución industrial que le permite disfrutar antes que el resto de Europa de un país más urbanizado, que despega económicamente al pasar de una economía de subsistencia al «laisser faire». Tejidos, maquinaria, barcos de vapor, ferrocarriles, marcan una hegemonía indiscutible que enriquece el orgullo nacional. Baste un dato: en 1850, la mitad de la producción industrial del mundo es inglesa.

Paralelamente, en Francia crece la anglofobia. A finales del Antiguo Régimen era corriente la idea de que había que destruir Inglaterra. Trafalgar (1805), absoluta derrota de la escuadra franco-española de Villeneuve, encendió más aún esa rivalidad: nutrió el orgullo inglés creando héroes nacionales –Nelson– pero avivó el deseo francés de invadir y terminar con Inglaterra. Éste fue el máximo deseo de Napoleón.
A partir de ahí, franceses e ingleses chocan por hacerse con el comercio de nuestras antiguas colonias: la ocupación inglesa de las Malvinas, las ayudas a los independentistas o la expedición a México de la Triple Alianza –Inglaterra, Francia y España– para colocar Francia a Maximiliano de Habsburgo de emperador, son episodios relevantes.

En las guerras mundiales, la lucha codo a codo terminaría en desencuentros a la hora del reparto. Sólo Churchill intentará restaurar la confianza y en Zúrich, en el año 1946, propondrá que los europeos deben unirse para hacer frente a la amenaza soviética. Sin embargo, en la construcción de la nueva Europa de Monnet, Schuman... no participa Inglaterra.

En resumen, a los inventores del «football» y del rugby, del tenis… y de los Beatles, aún alejándose y mirando con mucha precaución a la Europa unida, también les llegó su decadencia. Y al margen de rivalidades y excentricidades, no era ya admisible ese juego de estar dentro y al tiempo fuera sacando provecho del euro. El divorcio era inevitable. Es lamentable, pero hay que refundar Europa.

 

Luis Palacios
Catedrático y director del Instituto deHumanidades. Universidad Rey Juan Carlos