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Vencejo aire y sol por Antonio PÉREZ HENARES

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Han vuelto los vencejos. Si la melancólica voz de los mirlos es quien mejor condensa la esencia de un atardecer de otoño, es el chillido agudo del vencejo quien mejor encarna la vuelta de la luminosidad de las mañanas y los cálidos soles. Hoy he buscado un respiro para escucharles y he desempolvado este escrito. El sonido que mejor define la vuelta del cálido sol y de la luz de los días cada vez más largos hacia el estío es el de las bandadas de vencejos haciendo pasadas sobre los aleros de las casas, chillando como niños, alegres de vivir y de volar. Con el vencejo han llegado a Madrid sus primos la golondrina cada vez, por cierto, en menor número, y el avión que tiene un marcado gusto por la realeza y el arte: sus más grandes colonias en bajo los aleros de los tejados se encuentran nada menos que en el Prado y en el Palacio de Oriente. El vencejo, raudo y negro, nos tiene ya informados de su sonora presencia, pero será ya para junio bien entrado cuando ésta se haga en verdad notoria. Porque será cuando los primeros jóvenes estén ya volando con ese ansia de los mozuelos de todas las especies de pregonarlo. Los vencejos, entonces, convertirán el aire en una algarabía. En una verdadera discoteca aérea donde ellos ponen todo: la música y el baile. Porque todo en el vencejo es aéreo. Vive y muere en el aire. Hacer apoyado en algo sólido, que no en tierra, lo único que hace es nacer, hacer nacer y echar las plumas. Luego, el vencejo ya es, para siempre, viento. Y en viento come, se mece, duerme y sueña. Porque los vencejos duermen suspendidos en el aire, duermen en el mejor lecho posible, sueñan mecidos por el viento.