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Teatro y grisura

La Razón
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Lo he vivido tantas veces: ir al estreno en un gran teatro público y ver un tremendo bodrio vestido de dinero y artificio. Lo último ha sido «Gólgota picnic», de Rodrigo García, en el María Guerrero. Íbamos advertidos de que duraba dos horas y media sin descanso, o sea, sin escapatoria. Vacuo y largo resultó. La falta de estructura y sentido hace que nunca llegue el final, el caos puede ser interminable, desde luego. En este espectáculo con deseo de provocación y modernidad no había nada nuevo, y lo único que me provocó fue un sentimiento de vergüenza ajena bastante desagradable. No me gusta en absoluto que se trate mal a los actores, y aquí, como en tantos otros montajes donde el director va de diosecillo, sentí que se les maltrataba. Pero no voy a hablar de la obra ni de su autor-director, cada uno tiene derecho a hacer lo que le venga en gana con su bolígrafo. Lo que me resulta inaceptable es que las masturbaciones mentales de tantos se paguen con nuestro dinero, que la mayoría de los directores de los teatros públicos los gestionen como si fueran su cortijo, que duren tanto tiempo en sus cargos... Y, sobre todo, es penoso que la gente del teatro traguemos sin rechistar, sin levantarnos de la butaca y pegar un buen grito contra tanta estupidez. A mi lado había una maravillosa actriz que me decía: «No me puedo ir, a ver si Gerardo Vera no me vuelve a contratar». Así vivimos, con el miedo a perder las cuatro migajas; en un mundillo sin criterio, sin capacidad para reaccionar contra el poder y su grisura. Sin verdad. Y el arte sin verdad no es arte.