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Bodas amarillas por Cristina López Schlichting
Están aquí. Ya no sólo los artículos de papelería, los zapatos o la comida barata son chinos, sino las antigüedades, el arte y la literatura. O sea, ya han llegado al poder. Han dejado de suministrar baratijas para triunfar en los productos sofisticados, los que proporcionan estatus y confirman a los altos estamentos en su poder. Lo chino es «chic». De tal manera y con tal fuerza han entrado los chinos en nuestra vida que las costumbres han cambiado. Ya no pedimos la sal a la vecina porque bajamos al «chino», que siempre está abierto. Pese a esta intensa presencia social, no se ven ciudadanos asiáticos en los cines, las cafeterías o las discotecas. Supongo que ahorran. Sólo trabajan, trabajan y trabajan, por poco dinero y en silencio. Les confieso que me suscitan a la vez admiración y pavor. No puedo evitar preguntarme: ¿Sabrán lo que es la compasión? ¿Habrá algún vago entre ellos? ¿Y qué harán con él? ¿Tendrán sentido de la solidaridad, más allá de la raza? Es claro que laboralmente se nos comen por las patas. Dan tanto y piden tan poco que resultan invencibles. Ya les he anunciado a mis hijos que los nuevos inquilinos se van literalmente a comer por las patas a las nuevas generaciones de europeos. Y el mayor problema lo tiene mi hija: mide un metro ochenta, así que cuando empiecen las bodas amarillas, le corresponderán al menos dos. Dos chinos, quiero decir.
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