Europa

Japón

Pánico nuclear

La Razón
La RazónLa Razón

Justo cuando el Gobierno socialista daba marcha atrás en su inquina a la energía nuclear, llegó el tsunami y se acabó el baile. Con lo que le había costado a Elena Salgado colar de matute en la Ley de Economía Sostenible una enmienda para salvar a Garoña del cerrojazo, resulta que una hermana gemela de la central burgalesa, Fukushima, ha cascado como una nuez y tiene al mundo en vilo. A ver quién es el audaz defensor que enarbola a partir de ahora la bandera nuclear como la alternativa energética más barata y menos contaminante. El miedo no es opinable y cuando se infiltra en el debate mezclado con la ideología no hay argumento que lo resista ni cuerpo que lo aguante. La calle siente un pánico cerval a la simple hipótesis de un escape radiactivo y profesa la superstición antinuclear con ahínco religioso. De nada sirve aducir que sólo en las minas de carbón murieron el año pasado más personas que en todas las centrales nucleares del mundo desde hace dos décadas. Se odia lo nuclear como se odia volar, aunque el avión sea el medio de transporte más seguro. Así que, tras 25 años recomponiendo los destrozos causados en la opinión pública por la negligencia homicida de Chernóbil, empieza de nuevo ese interminable juego de la oca que tuvo en Japón, precisamente, la casilla de salida. Por un extraño designio, vuelven a ese país las escenas de devastación de la II Guerra Mundial, de gentes caminando sonámbulas entre los escombros mientras a sus espaldas se perfila la vaporosa silueta del hongo atómico. De Hiroshima y Nagasaki surgió el poderoso movimiento antinuclear que no ha cesado de retroalimentarse de accidentes, castástrofes y fallos humanos, algunos muy graves, pero la mayoría sobredimensionados por la propaganda. En todo caso, Fukushima es la baza oportunista para un ecologismo que perdía terreno en plena crisis económica, ante el encarecimiento del petróleo y la subida de los recibos de la luz y el gas. Ya han brotado en Europa las primeras manifestaciones de los antinucleares y, no tardando mucho, se trasladarán aquí al calor de la batalla electoral. Pero ya verán cómo no habrá ni la más leve condena o alusión a la verdadera amenaza nuclear, que no procede de Japón ni de Garoña, sino del Irán de Ahmadineyad, donde rige una ideología teocrática más letal que un terremoto de 8,9 grados.