España
El método y la reforma del «armatoste» por Ramón Tamames
Recuerdo bien que en las oposiciones a cátedra de la Universidad, el primer ejercicio se refería, por lo menos en mis tiempos, a «concepto, método, y fuentes de la asignatura», asignándose una especial importancia a la metodología, lo que me suscita ahora una cierta inquietud por los procedimientos que está siguiendo el Gobierno Rajoy, cuyos lemas más conocidos y difundidos son los siguientes: «Nosotros ya hemos hecho todos los deberes, ahora le toca a Europa»; seguido de otro no menos contundente: «Estoy haciendo lo que dije que no iba a hacer».
Como declaración de principios, esas dos proposiciones son de lo más inquietantes. La primera me recuerda aquella de Tierno Galván de que «los programas electorales se hacen para no cumplirlos». Y la segunda, no pasa de ser una ratificación de la primera. Los mercados hablan por sí mismos, nos guste o no, y vienen a decirnos en la hora presente que España no ha hecho todo lo que tenía que hacer, de modo que en los últimos días está empezando a anticiparse que del rescate bancario («Rato pero no consumato»), podríamos entrar en una fase mucho más peligrosa, esto es, la del rescate global; implicando dudas definitivas sobre la propia capacidad del Gobierno para hacerse con una situación que se deteriora día a día.
Porque entre otras cosas, la reforma financiera no ha entrado aún en lo que constituye la verdadera clave del problema: un stock de viviendas de reciente construcción sin vender, de 700.000 unidades; una situación que deriva a un volumen de créditos a promotores inmobiliarios y constructores calificado cada vez peor, cuyo provisionamiento está muy lejos de haberse hecho cabalmente.
Todo lo expuesto hasta aquí es para subrayar que la reforma del Estado sigue pendiente. Los paliativos financieros, la reforma laboral con todas sus incertidumbres y los retoques varios adicionales no acaban de ofrecer confianza. Porque el Estado español es un auténtico «armatoste». Palabra que en el Diccionario de la Real Academia Española significa «instrumento grande y de poca utilidad».
Dicho de otra forma, el Estado español es un ente hipertrofiado en sus efectivos humanos, de muy baja productividad. Mientras sectores completos de la economía trabajan hoy con la mitad de personal y producen el triple que hace treinta y cinco años, el conjunto de las administraciones públicas han más que duplicado sus empleados desde los Pactos de la Moncloa de 1977, para una población que creció el 20%, con un factor de hiperburocratización, por tanto, superior a cinco veces.
Y mientras el sector privado ha ganado, a lo largo de casi cinco años de crisis, seis puntos en productividad (aunque aún le queda mucho para llegar al 30% deseable y ser competitivo), el Estado, con un gasto inferior en 2012 al de 2011, pierde de una tacada un 16 % en productividad al mantener su misma nómina de 3,2 millones de empleados públicos.
Está claro que en las circunstancias que estamos viviendo, España no puede funcionar y debe redimensionar su sector público para que todo marche con mayor eficacia y eficiencia. Lo que significa que debe hacerse efectiva–debería haberse empezado desde el año 2002 con la bonanza económica– una contracción de las administraciones públicas de, por lo menos, un 35%. Como ha empezado a plantearse esta última semana por el Gobierno Monti en Italia, que ha decidido reducir el número de provincias de cien a cincuenta. La Secretaría de Estado de Administraciones Públicas, que se sitúa en el marco de Hacienda, tendría que tener ya operativos los grandes cambios necesarios, que muy esquemáticamente trato de relacionar: concentrar municipios para que en total no haya más de un millar en vez de ocho mil ciento sesenta, la inmensa mayoría inviables; pasar de cuarenta y cinco diputaciones provinciales o similares a cero; revisar las cuatro mil quinientas empresas públicas de los tres o cuatro niveles administrativos que tenemos, para dejarlas en no más de un centenar de presuntamente indispensables.
Pero con todo eso no bastará: es hora de repensar también el Estado de las Autonomías, no para suprimirlo con una reforma constitucional, sino para adaptarlo a las posibilidades y aspiraciones de España, y no de los gerifaltes que manejan diecisiete republiquitas, que nos hacen sospechosos en toda Europa y en el mundo entero de estar en un proceso de desintegración que nos haría volver, desastrosamente, a la peseta si no llegamos a tiempo.
En un artículo de urgencia como éste, no vamos a decir mucho más. Pero sí habremos de manifestar al presidente del Gobierno y a todo su equipo, a quienes como españoles debemos prestar toda nuestra ayuda en un momento tan difícil como el actual, que ya no caben más demoras y tardanzas. El tiempo está acabándose, y pretender resolver los problemas dentro de seis meses (porque no ha llegado este informe o aquel, o el de más allá) no es solución sino una senda hacia toda suerte de calamidades.
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