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El hombre que tenía el Estado en la cabeza por Emilio Sáenz-Francés
La labor intelectual de Manuel Fraga Iribarne como continuador y ensanchador del conservadurismo español quedará en gran parte velada por su protagonismo político durante los últimos cincuenta años de nuestra historia. Oscurecida, en efecto, por la efervescencia de una personalidad singular en todos sus matices y excesos, pero que es sin duda imprescindible para comprender la configuración, características, y también las contradicciones de la derecha política en nuestro país.
En el pensamiento de Fraga destaca con vitalidad la defensa del ideal liberal clásico. Fraga entiende, en efecto, la democracia como sublimación de la responsabilidad individual, como un hecho fundamentalmente moral.
Percibe que la seguridad jurídica, económica, internacional o social son valores esenciales en el contexto de sociedades cada vez más avanzadas y complejas. Todo ello cristaliza en la exaltación del orden como la mejor garantía de los derechos de los individuos.
Ese orden tiene su mejor valedor en un Estado dinámico, sustentado en el derecho, en la Ley, en continuo progreso, capaz y viable en el tiempo, a través de inteligentes y moderadas reformas. Democracia, orden y moral son, en efecto, palabras clave del pensamiento de Manuel Fraga.
En la estela de Canovas
Hay una línea evidente que une a Fraga con el ideal reformista de Cánovas del Castillo, con el frustrado pero siempre sugestivo regeneracionismo maurista, con la exaltación del sentido común de Balmes, o con el patriotismo excesivo de Ramiro de Maeztu. Fraga es hijo de su tiempo, y Cánovas y Maura son instrumentales en la articulación de su pensamiento.
El primero planteó para España un modelo de Estado con voluntad de futuro, un orden político viable y sensato, diseñado a través un análisis minucioso de la historia de nuestro país, desde la creencia de que cabe esperar mucho más del cambio lento que de idilios revolucionarios.
Aquel era un intento inédito hasta entonces en la contemporaneidad española. Y no es una exageración afirmar que en buena medida fueron las bombas anarquistas las que literalmente segaron la capacidad de arraigo de ese proyecto, en un proceso apuntalado por la negligencia de las fuerzas de izquierda, que prefirieron dinamitar el sistema, antes que colaborar a mejorarlo. Maura, el Gorbachov de la Restauración, no supuso sino una última oportunidad, ilusionante pero imposible, de reformar ese Estado convertido en ya en drama imparable.
Pero Fraga es deudor de esa tradición en otro tiempo y bajo un nuevo signo. El drama de la Guerra Civil es una llamada a la prudencia y al realismo. Fraga entendió el régimen de Franco como el mejor compromiso posible hasta poder plantear vuelos más elevados. La paz, como él dijo, era un comienzo de edificación.
Para comprender el pensamiento de Fraga debemos centrarnos en la doble condición que define su trayectoria en la posguerra.
Por un lado está el Fraga más desconocido, el hombre de Universidad que asumió el ideal del Estado como fuente de progreso y de orden, bebiendo en las fuentes de la Escuela de Salamanca, en Hobbes, Burke y el conjunto de la tradición conservadora anglosajona, o en la de Karl Schmitt, o –andando el tiempo– incluso en la de los neoconservadores estadounidenses. Si la labor de Cánovas supone la plasmación de un ideal conservador desde un historicismo innegable, la de Fraga tiene el mismo ímpetu, pero desde la perspectiva académica del Derecho Político.
Tenemos por otro lado al político, obligado a poner en juego estrategia y táctica en el ruin boxeo de sombras librado entre las familias del Régimen, en el seno de las cuales siempre fue un desclasado.
Ahí se revela en efecto el iconoclasta que hay en Fraga, para el que la voluntad de institucionalización del régimen en torno al Movimiento era una quimera; parches de última hora al que nunca dejó de ser un Estado Campamental, fruto de las urgencias de la guerra y del personalismo de Franco. Fraga tampoco podía asumir en su totalidad el programa tecnócrata, precisamente por su inconsistencia, por su falta de definición, por su énfasis en lo material como respuesta ante los retos de la sociedad española.
Parlmentarismo británico
De ambas facetas deriva la creencia de Fraga en la necesaria pero sosegada evolución del Franquismo hacia formas políticas nuevas, que generasen un Estado de Derecho capaz de garantizar el orden, como la mejor plataforma para un progreso sostenido.
Para que ese orden fuese moralmente válido, para que ese Estado quedase bajo el control de vigorosos poderes y contrapoderes, debía ser rigurosamente democrático. No eran posibles medias tintas. El parlamentarismo británico era su modelo de referencia.
Fraga es un conservador genuino, que cree en el cambio lento y en el imperio de la moral política sobre la economía como motor de las sociedades, lo que le distancia de formas de liberalismo extremo. Una percepción también deudora de un catolicismo militante.
Con ese bagaje, Fraga se erigió en una figura clave en el panorama de la Transición, y en el de la configuración de la derecha democrática; una figura quizás desgraciada, para la que el cambio, que exigía savia nueva, llegaba demasiado tarde. En efecto, su severo ordenancismo se abría a un interpretación fácil que le identificaba como mero estertor del Régimen –del que no acababa de distanciarse– mientras su descaro al pronunciar bien alto el nombre de España lo hacía incomodo para los nacionalismos y la izquierda en auge, y para las prudencias del centrismo.
Eso no impidió que jugase un papel protagonista en el proceso constituyente, y en la lenta fragua de una alternativa de gobierno al PSOE. Están los que, partisanos de un guerracivilismo perpetuo, situarán a Manuel Fraga como un muñidor más de la dictadura. Otro argumento de esa venenosa narrativa que pretende mermar la legitimidad democrática de la derecha española. Los trabajos académicos de Manuel Fraga, además de su propia trayectoria, son la mejor prueba de una gran altura intelectual y moral. Una realidad que hace que, más allá de coincidencias o discrepancias, sea un personaje a reivindicar.
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