Exposición
Una vida sin anestesias por Ángeles López
«Apaga la cámara, Alberto, que Ángeles y yo tenemos mucho de qué hablar». Esas fueron las últimas palabras que el actor nos dedicó a mi compañero fotógrafo y a mí. Sancho, Félix, «Felicito» –como le llamaba Paco Rabal, cuando se le caía el bisoñé–, más conocido como Curro Jiménez por todos, estaba delante de un Gin Tonic en una terraza situada a los pies de su casa. Durante dos años nos hemos estado llamando. He ido sabiendo poco a poco de la evolución de su cáncer –nunca hubiera admitido un eufemismo–, de la metástasis que padecía, de sus «chutes» –como los llamaba– de quimio y radio, y de su incontinente energía. Pero también de sus proyectos: Junto a Celestino Aranda ha sido co-productor de unos maravillosos «Negros» de Genet, una última «Yerma» lorquiana que rueda por esos teatros de Dios y su gran ilusión que espero que se cumpla: que su hijo Rodolfo Sancho termine protagonizando «El sirviente», de Robin Maugham, que él mismo protagonizó cuando era el sueño de todas las adolescentes y la crítica se rendía a sus pies.
Porque don Félix Sancho Gracia, el emigrante gallego que se fue a tierras uruguayas y que terminó siendo discípulo de la gran Margarita Xirgu –«a ella le faltaba un pulmón y llegó a octogenaria», me recordaba tranquilizador–, el hombre de quien Rafael Azcona dijo «que era difícil bajarse del caballo y seguir siendo un pedazo de actor», siguió siendo una bestia interpretativa, aún cuando las fuerzas flaqueaban.
«Montoyas y Tarantos», «El crimen del Padre Amaro» y «800 balas» avalan la mejor de las interpretaciones sobre las tablas o el celuloide, y, también dan fe de una de las voces más roncas, cavernosas y suaves que me haya susurrado jamás al oído. Lo dije en su momento y lo vuelvo a repetir de nuevo ahora: Sancho Gracia ha sido un «dios cinematográfico y televisivo» para varias generaciones de su época y posteriores y, además, tiene –aunque haya que conjugar el verbo en pasado– una de las miradas más difíciles de sostener, por verdadera.
Siempre contestó con sinceridad, levantaba el teléfono fueras becario o consagrado, y te decía «sputnik» como los puños que le mostró a mi «compi» fotógrafo, como metáfora de su lucha contra el «puto» cáncer –permítanme el taco; a él le encantaría–.
Su conversación repleta de sonrisas, anécdotas y palabrotas arrasaba con todo. Es un hombre a quien el cáncer hirió con zarpa de fiera, pero no fue el novio de la muerte como un legionario, porque, ni en sus últimos momentos, nada le gustaba más que una preciosa dama –la suya, antes que ninguna–, una copa que no fuera «garrafón», una buena conversación y el arte.
Quien le haya visto recordará la fuerza de su mirada, su voz y la ruptura del eje entre pasado y presente de su figura. Sancho, Curro, Félix, nos hizo asumir la imposibilidad de que se supere un hombre, saliendo por la puerta grande con una simple charla de vida. Lo mantengo una vez más: Después de mi padre, ha sido uno de los hombres más guapos con los que me he cruzado. Pero con más talento que el taxista que me concibió; o distinto –«nenita, el "pela"valía un montón; lo nuestro es puro escaparate», dejó registrada mi grabadora digital–. La vida es bastante más asquerosa sin él; como si nos faltara algo.
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