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Misiones militares en el exterior

La Razón
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Recientemente, el ministro de Exteriores, García Margallo, recordó en qué condiciones se produjo nuestra intervención en Irak en tiempos del presidente Aznar, en un contexto de ruptura del consenso político con los partidos de la oposición.

Las secuelas de todo aquello fueron múltiples: la retirada súbita y no solidaria ordenada por un neófito presidente Zapatero, recién llegado al poder, sin la más mínima experiencia internacional; un largo tratar de compensar en Afganistán lo causado por dicho arrebato en Irak; un estéril debate político sobre si es guerra o no lo de Afganistán, y la promulgación de la Ley Orgánica 5/2005, que establece como requisito para las operaciones de las FAS en el extranjero –no relacionadas directamente con la defensa de nuestra nación– la autorización del Congreso, todo ello dentro de un marco de compromisos y legalidades internacionales.


Esta amarga controversia sobre la legitimación política de las intervenciones militares ha oscurecido –a mi juicio– el más trascendental debate sobre la legitimación institucional del empleo de los ejércitos en los conflictos irregulares.

El 22 del pasado febrero el más alto asesor legal del Pentágono, Jeh Johnson, explicó en la Facultad de Derecho de Yale los fundamentos de la legitimación norteamericana en la lucha contra Al Qaeda, que quizás puedan servir para arrojar algo de luz externa sobre este vital aspecto del empleo de nuestras FAS en el entorno internacional actual.

En septiembre de 2001, el Congreso norteamericano autorizó por ley pública a su presidente para utilizar cualquier medio de fuerza necesario y apropiado contra aquellas naciones, organizaciones y personas que él determinara que hubieran planeado, autorizado, ejecutado o ayudado a los ataques del 11 de septiembre. De esta ley denominada AUMF (Authorization for the Use of Military Force) emana la legalidad de todas las medidas militares adoptadas primero por el presidente Bush y luego por Obama para combatir a Al Qaeda y fuerzas asociadas con el objeto de prevenir futuros actos terroristas contra EEUU.

La AUMF ha sido interpretada y desarrollada por las dos administraciones mencionadas –probablemente con diferencias notables no siempre públicas– y lo que el Sr. Johnson nos descubre ahora es, naturalmente, la interpretación de Obama, para la cual, en un conflicto contra un enemigo no convencional, los militares deben aplicar consistentemente los principios legales convencionales: Convención de Ginebra, precedentes históricos y el derecho consuetudinario de guerra. En esto reside la legitimidad moral de nuestros combatientes, por lo que este principio se considera crucial.

Los miembros de Al Qaeda, las fuerzas asociadas a ella (consideradas cobeligerantes) en hostilidades contra EEUU y miembros de la coalición, y los talibanes están sujetos a detenciones e interrogatorios, aunque según la interpretación de la AUMF, esto no abarca a «cualquier terrorista». Lo que es importante, pues, es que Al Qaeda está actualmente muy descentralizada y opera en diversos teatros con diferentes denominaciones.

Nada en la AUMF limita que los norteamericanos puedan actuar fuera de Afganistán –no hay límites geográficos para ello–, pero la interpretación actual no es la de la «Global War on Terror» y la soberanía de los estados impone límites importantes.

En esto de los límites tengo la impresión de que el Sr. Johnson no nos dijo –naturalmente– todo lo que hay decidido, pues una cosa es la legalidad y otra la ingenuidad, según enseña la amarga historia de las guerras.

Con relación a los denominados asesinatos selectivos –con drones o fuerzas especiales–, se interpreta que el uso en los conflictos tradicionales de fuerza letal contra enemigos individuales está ampliamente sancionado por la práctica y que lo único que ha cambiado ahora es que la tecnología permite un uso más preciso de ella. No parece, pues, adecuado denominarlos asesinatos por ser blancos legítimos autorizados por el Ejecutivo, en cuya determinación no puede ni debe intervenir el Poder Judicial. Incluso cuando el blanco es un ciudadano norteamericano terrorista.

Estos principios, o los correspondientes en nuestro ordenamiento político y legal, son los que yo echo de menos cuando se emplea un instrumento como los ejércitos en el contexto de los conflictos actuales. Ya está bien de buscar en otros –organizaciones o naciones– la legitimidad para todas nuestras misiones militares en el exterior.

Algo de esto es lo que debería haber clarificado la ley 5/2005 en lugar de establecer un mero trámite –como lo es cuando se tiene la mayoría en el Congreso–, según demuestran los antecedentes. Pero todavía no es tarde, pues nada en esta Ley se opone a dar una interpretación actual al artículo 63.3 de nuestra Constitución, que establece que corresponde al Rey declarar la guerra previa autorización de las Cortes Generales.

Para ello el Gobierno debería determinar y proponer –caso a caso de conflicto asimétrico– las condiciones adecuadas para emplear las FAS, instrumento exclusivamente suyo y no del Poder Judicial, sin excusarse en semánticas.

El consenso político hay que buscarlo no sólo sobre dónde, sino sobre cómo se van a emplear las FAS en el exterior, sin apoyarse en otras organizaciones o naciones y sin equiparar el combatiente irregular al terrorista doméstico.