Éibar
Intervención internacional (II)
Señalaba yo en mi último artículo mi inquietud ante la desviación jurídica que significa la intervención en Libia en la que se encuentra inmersa España. La mutación del derecho internacional vino directamente de la mano de ese desastroso secretario de la ONU llamado Kofi Annan que, en la década pasada, decidió pasar por alto un sistema que había funcionado bien casi cuatro siglos y sustituirlo por una vaga doctrina del derecho a la defensa de la comunidad internacional. Annan argumentaba que, ciertamente, esa interpretación chocaba directamente con el art. 2.7 de la Carta de la ONU y que además implicaría participar en multitud de guerras civiles. Sin embargo, consideraba que razones humanitarias justificaban ese retorcimiento de la legalidad y los precedentes del derecho internacional. En apariencia, la intervención de los «buenos» contra los «malos» sólo podía ser motivo de albricias y parabienes. En la práctica, la solución ha sido muy distinta. De entrada, la intervención internacional en aplicación de la novedosa «doctrina Annan» no ha garantizado en un solo caso el establecimiento de regímenes más democráticos o más respetuosos con los derechos humanos. En buena medida, es lógico que así sea porque a una dictadura se puede enfrentar un movimiento revolucionario no menos totalitario y porque nadie puede garantizar que la Historia, como ha sucedido tantas veces, vaya a peor. Esta mutación de la legalidad internacional ha permitido –eso sí– que los rebeldes pudieran matar con la misma profusión que el gobierno establecido, que recibieran armas y que el conflicto se alargara con su siniestra secuela de muerte y desolación. Nada más. No sólo eso. La intervención militar internacional ha tenido otras consecuencias nefastas para las naciones en que se ha producido. Por ejemplo, el reparto de ayuda humanitaria no se ha realizado una sola vez de la manera esperada sino que ha terminado por generar la aparición de nuevas mafias locales y corrupciones sin cuento que no han garantizado nunca el abastecimiento de la población civil, pero sí que distintas redes de delincuentes amasaran cuantiosas fortunas. En directa relación con esto, el aparato del Estado se ha colapsado al nacer nuevos poderes, nada democráticos, por otra parte, del reparto de comida o medicamentos. Por añadidura, los cerebros de la nación en cuestión, sumidos en el caos, acaban siendo absorbidos por otras. Finalmente, las tropas de intervención –incluso de la ONU– no pocas veces se han comportado de manera brutal o han intentado garantizar más los contratos para sus respectivas naciones que proteger a los civiles. Añádase a esto el infierno sufrido por los refugiados, la aniquilación de la economía y la prolongación de la guerra civil con dos bandos ya discretamente pertrechados y se verá que la doctrina Annan no ha mejorado precisamente los resultados –por modestos que resultaran– de la interpretación tradicional del derecho de intervención. Por si fuera poco, esta doctrina ha sentado un peligroso precedente y es el de que cualquier grupo de rebeldes podría iniciar sin legitimidad alguna una rebelión armada en cualquier parte del mundo –unos moros en el Albaicín o unos vascos en Eibar– en la seguridad de que será reconocido y contará con la esperanza de recibir la ansiada intervención internacional en su favor. Así sucedió en Kosovo y podría suceder en una Libia dividida en dos para beneficio de algunas potencias.
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