Artistas
Veinte gramos de tocino
Una noche que me vio bajo de moral y yo sabía que lo nuestro tocaba a su fin, me preguntó si ya no era feliz a su lado. ¡Ése era justamente el problema!¡Que era feliz! Ocurrió hace unos cuantos años, en un momento de mi existencia en el que llevaba una vida tan confusa, que miraba la hora con los ojos cerrados y ni siquiera mi letra sabía mucho de mí. Uno se enamora y es feliz, sin duda, pero luego recapacita y teme que ése no sea el estado ideal para quien ha estado acostumbrado a que el origen de su imaginación resida en el fracaso, del mismo modo que las proezas de artificiero lo son porque alguien ha creado antes un peligro. Hay emociones que pierden su sentido si se esfuma el riesgo que comportan. Ella sabía que lo que en realidad le atraía de mí era la poca seguridad que teníamos de que lo nuestro saliese bien. Estaba al tanto de mi manera de ser, conocía mi afición a los fracasos y yo mismo le había advertido que, en mi caso, la ilusión de compartir una vida y tener un hijo eran un reto menos apasionante que la posibilidad de ir a medias en un error y acertar luego con una frase al describirlo. Como no se llamaba a engaño, ni siquiera pestañeó cuando reconocí que la situación se había degradado y no tenía remedio. Reconstruida ahora la escena con retoques de gramática para limpiarle algo la malicia, le dije: «Combinada con el protocolo de las conmemoraciones, la rutina del amor no tarda en convertirse en simple devoción o, lo que aún es peor, en gimnasia de mantenimiento. Y eso no es lo nuestro. Somos como dos llamas que si se juntasen durante mucho tiempo por desgracia sólo producirían el agua que las extinguiese. Será mejor que no corramos ese riesgo y sigamos cada uno el camino por el que llegamos a encontrarnos. Al final no hay un solo beso que no sea sólo veinte gramos de tocino y mal sabor de boca. Ambos sabemos que la felicidad se malogra a medida que la gente se conoce. Volvamos a ser extraños el uno para el otro, nena. Por duro que resulte, no nos rindamos a la tentación de la rutina. Sabes que la felicidad no es lo mío. La pachorra de la felicidad produce varices. Ahora compartimos un sueño y eso es agradable, pero, ¿sabes?, al final, cuando nos besemos, sólo seremos dos fracasados que lo único que tienen en común son los restos de comida entre los dientes». Fue lo último que hablamos. Cada uno siguió luego su camino. Ella rehízo su ida y yo fracasé unas cuantas veces desde entonces. Y volví a enamorarme porque me gusta contemplar los restos de la belleza. Aquella mujer me devolvió luego un posavasos en el que tiempo atrás le había escrito: «Te amaría eternamente si supiese qué hacer el resto del tiempo».
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