Artistas
Alma y carmín
Es difícil establecer una edad a partir de la cual uno ha de dar por perdida la juventud y debe considerarse definitivamente mayor. Se puede ser mayor para correr los cien metros lisos y al mismo tiempo joven para la práctica del ajedrez, que es un deporte que dicen que incentiva la inteligencia, aunque a mí personalmente sólo me serviría para desarrollar hemorroides. Muy sutiles para estas cosas, las mujeres saben que hay una edad que no tiene que ver con la cronología, sino con la talla de la ropa. Se puede ser joven en la documentación y muy mayor en la báscula, hasta el punto de que a una muchacha gruesa en los grandes almacenes enseguida la tratan de usted y le recomiendan la sección de señora, donde sin duda será trataba con esa amabilidad exagerada que desprende una inequívoca mezcla de falso entusiasmo y odiosa condescendencia. Pero también se puede ser joven de cuerpo, adolescente en la forma de vestir, y viejo de ideas. Esa clase de vejez suele darse sobre todo en hombres que se definen a sí mismos como serios, responsables y de firmes convicciones morales. He huido siempre de esa clase de hombre. Yo creo que nada envejece mentalmente tanto como la virtud, ni rejuvenece tanto como el pecado. Conocí a dos hermanos gemelos que llevaron siempre vidas dispares. Uno tenía fervientes compromisos religiosos y el otro era inconfundiblemente mundano. Cuando cumplieron sesenta años me los encontré juntos en una sala de arte. Antes de que abriesen la boca, y aunque había pasado mucho tiempo desde la última vez que los viera, enseguida supe quién de ellos acababa de salir de misa y cuál el que aguardaba impaciente a que abriese sus puertas el cabaré. A pesar de parecer más cuidado, menos trabajado por la vida, el beato resultaba diez años mayor que su hermano. Hablé con ambos por igual, aunque no pude disimular mi simpatía casi automática por el noctámbulo. Había vivido mucho y tenía el aplomo desencantado del tipo que sabe que a veces la vida no consiste en hacer las cosas pensando en que te las agradezca Dios, sino despreocupado de que te las vaya a censurar el urólogo. Comprendo que a mis hijos será mejor que les recomiende la vida del tipo decente, pero, ¡qué demonios!, a mí no me ha ido tan mal llevando la del mundano. No estoy seguro de haber hecho bien y a veces tengo remordimientos, pero, sinceramente, aún ahora, que ya no soy un chiquillo, creo que un borrón de oficinista en la penumbra mística del alma es poco emocionante comparado con una rejuvenecedora mancha de carmín en el cuello de la camisa.
✕
Accede a tu cuenta para comentar