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La Razón
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Recuerdo un incidente divertido en el aeropuerto del Prat. Era diputado – senador, quizá–, el que fuera llamado «Ghandi catalán», el tonto de Lluís María Xirinacs, que en paz descanse. Llegó cuando anunciaban por el sistema de megafonía la salida de un vuelo del Puente Aéreo. Xirinacs alcanzó el mostrador de la clase «Bussines» y la azafata, muy amablemente, le dijo que si quería tomar ese avión tendría que viajar en clase Turista, porque todos los asientos de Preferente estaban adjudicados. Xirinacs mostró su credencial de parlamentario con histérica irritación. No hubo manera de arreglarlo. Renunció a embarcarse en el avión con salida inmediata en clase turista y prefirió hacerlo una hora más tarde en Preferente o «Bussines». Ejemplar reacción.

En un vuelo Palma-Madrid de clase única –Turista–, Pablo Castellanos, uno de los políticos de izquierdas más honestos y consecuentes de cuantos he conocido, coincidió en la cabina con la Reina. Nada de particular excepto un detalle. Con diez minutos de antelación, había partido de Palma un avión «Mystére» de la Subsecretaría de Aviación Civil llevando como único pasajero al entonces ministro de Defensa socialista Narcís Serra, aquella barbada calamidad. La Reina en turista y el ministro en «Mystére». Como hizo Alfonso Guerra para llegar a tiempo a una corrida de toros en La Maestranza desde la localidad portuguesa de Faro.

El Presidente de la República, Manuel Azaña, el de Casas Viejas, siéndolo con el apoyo de Frente Popular, cuando viajaba en tren por España lo hacía en un «brake», un vagón especial dotado de un salón, un despacho y dos habitaciones. La Infanta Elena, cuando lo hace como particular, se sienta en un vagón de la clase turista en el AVE que lleva a Sevilla. La Presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, viaja en clase turista siempre, y nunca ha ocupado el palco que le corresponde en la Plaza de las Ventas. Si puede ir a los toros, lo hace desde su abono en una andanada de la plaza que es propiedad de la Comunidad que ella preside.

No obstante, se me antoja algo ridícula la reacción demagógica y populista de muchos con respecto al privilegio de los parlamentarios europeos de viajar en clase Preferente. Tampoco es para tanto. Si Azaña tenía un vagón para él solito, no advierto excesivo privilegio en el uso de la clase preferente de nuestros europarlamentarios, diputados y senadores. Si a quienes no somos casi nada nos puede dar el coñazo un compañero de viaje en avión o en tren, a un político conocido y reconocido lo pueden asar a preguntas y comentarios. Claro, que las cosas hay que hacerlas bien.

Y si es pagando, mejor. En un vuelo Madrid-Nueva York, una señora bastante famosa fue invitada por el comandante a sentarse en Primera Clase. Sólo un asiento de la Gran Clase estaba ocupado. El único pasajero, protestó. «Esta señora no puede viajar aquí. He comprado todos los billetes de Primera para viajar tranquilo». Era Jack Nickholson. Entiendo que los momentos no son los más propicios para explicar que el Poder, por sistema, cuenta con determinados y lógicos privilegios. Resultan ejemplares aquellos que no usan de ellos, y menos abusan, pero no merece la cuestión tan convulsas y desmedidas críticas. Se compara el lujoso vagón particular del frentepopulista Manuel Azaña con un asiento en clase Preferente de un avión de línea, y no es para ponerse así.