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En castellano y en catalán

La Razón
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La prueba más evidente de que el conflicto lingüístico en Cataluña raya con lo kafkiano y abunda en cinismo político es que los defensores más acérrimos de la preeminencia del catalán sobre el castellano recurren a los periódicos y a la prosa en castellano para su cruzada, una especie de esquizofrenia propia de la patología nacionalista. Cabría pensar que los tribunales en esta comunidad autónoma están vacunados contra ese mal, pero a juzgar por la sentencia del Tribunal Superior de Justicia, dada a conocer el pasado jueves, es evidente que no. Su pirueta jurídica es más propia de una pista de circo que de la administración judicial. Recordemos el proceso. Hace año y medio, en diciembre de 2010, el Tribunal Supremo estimó la demanda de varias familias catalanas a las que la Generalitat les negó la escolarización en castellano de sus hijos. El Alto Tribunal sentenció que tanto el catalán como el castellano deben ser lenguas vehiculares de aprendizaje, y no sólo la primera como exige la legislación autonómica. Es decir, el Supremo estableció los límites de la inmersión lingüística que desde hace 30 años se practica en la escuela con manifiesta marginación del castellano. Pasaron los meses y como la Generalitat no se daba por aludida, el Supremo instó al Superior de Cataluña a que velara por la ejecución de la sentencia. Tras un tedioso trabajo de leguleyos que no merece mayor detalle, el tribunal catalán falló la pasada semana con el pasteleo conocido: desaira la decisión del Tribunal Supremo, avala la inmersión lingüística de los nacionalistas y relega el castellano a una lengua para cuya tutela efectiva debe recurrirse al juez. Es decir, cuando una familia desee escolarizar a su hijo en castellano debe pedir el auxilio de la Justicia, lo que es una burla al Estado de Derecho. Ni que decir tiene que la presión de los nacionalistas sobre el tribunal autonómico ha sido avasalladora, hasta el punto de que la consejera de Educación no se privó en afirmar públicamente que jamás acataría una sentencia que colocara al castellano a la misma altura que el catalán. Los socialistas se han sumado con entusiasmo a esta postura y no consta que Rubalcaba haya expresado su rechazo, de acuerdo a su promesa de defender lo mismo en todas las partes de España. En todo caso, el contencioso no termina aquí y la pelota vuelve al Tribunal Supremo, cuya obligación es velar por los derechos de todos los españoles. Tarea que no sólo incumbe a la Justicia, sino también a los poderes públicos, empezando por el Gobierno de la nación. Por su parte, los nacionalistas deberían recapacitar sobre su fanatismo lingüístico, que les aproxima a quienes en la dictadura franquista arrinconaron el catalán, porque las lenguas no son de los territorios, sino de las personas. Y cuando se trata de la enseñanza, su elección es un derecho inalienable de los padres.