Crítica de cine
Penúltima sonrisa
El problema de triunfar y fracasar demasiado pronto es que deja un enorme vacío por delante. Es más, el fracaso puede ser un estímulo para intentarlo de nuevo, pero el fracaso y el triunfo juntos cierran un capítulo en el que sólo cabe la extravagancia de inventarse un nuevo personaje completamente distinto, como un tenor que emprendiera con ánimo el camino de conducir coches de competición o un boxeador que se sintiera llamado por la bioquímica. El problema es que el éxito temprano determina que los nuevos destinos tienen el problema de iniciarse demasiado tarde.
La penúltima sonrisa de Zapatero, la que incitó a la confianza y a la esperanza, fue recibida con el afecto que acompaña al derrotado, esa cortesía que procede de la caridad y que es lo que más molesta a los soberbios. ¿Es soberbio Zapatero? Lo sabrán sus íntimos, de la misma manera que es demasiado pronto para distinguir lo que fue ignorancia de lo que fue malicia, lo que nació de la ingenuidad o del cálculo. No hay ningún hombre que sólo cometa tonterías, ni un malvado que no posea un resquicio de bondad. Algo debió de hacer bien este hombre que
fue nuestro presidente de Gobierno, y el pudor de no formar parte de los canallas que siempre hacen leña del árbol caído nos incita a buscar un resquicio para un elogio, aunque suene a educada limosna. El Partido Socialista se salvará y España también, pero nos va a costar mucho esfuerzo, y aunque no toda la culpa es de este hombre a menudo sonriente, la necesidad de encontrar culpables que expliquen lo complejo y nos eximan de responsabilidad lo convierte en una diana perfecta.
Que sus cómplices y palmeros sean los encargados de la regeneración del partido no es infrecuente. Al fin y al cabo, el trascendente cambio político de España también manó, en gran parte, de quienes respetaban o aclamaban al dictador.
Pero el problema no es un partido, por muy necesario y trascendente que sea, sino un país que todavía está entre la perplejidad y el abatimiento, puede que la misma perplejidad y el mismo abatimiento que ha debido de sentir este hombre, cuando incluso los que eran de los suyos
le han proporcionado la leve piedad de unas palmas de compromiso, después de que le dijeran muchas veces que era el adalid de un tiempo nuevo.
Este hombre ha transitado en un tiempo récord del futuro al pretérito, sin dejar a su paso a nadie indiferente. Ha concitado más odios de los que se merecía y más culpas de las reales, y ha causado más destrozos institucionales y sociológicos de los que él mismo supone. Pero tiene tiempo para meditar, mientras al país que gobernó le aguardan años incómodos y duros en los que no abundarán demasiado las sonrisas, e incluso a los suyos les costará recordar que «era uno de los nuestros».
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