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Quién protege la Constitución

Se ha vuelto a abrir el debate sobre la utilidad del Tribunal Constitucional. Lo cierto es que, históricamente, ha creado más problemas que soluciones 

La Razón
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E n contra de lo que creen muchos, el Tribunal Constitucional es una institución jurídica de reciente creación. En las democracias más consolidadas como la norteamericana, la británica o la francesa siempre se ha considerado que correspondía al Tribunal Supremo enjuiciar si una ley concreta violaba o no la constitución. Se puede discutir semejante planteamiento, pero, en términos generales, hay que decir que ha funcionado muy aceptablemente y que, por añadidura, ha creado la sensación de que el poder legislativo está sujeto a los mismos tribunales que el ciudadano de a pie. Semejante concepción comenzó a verse cuestionada a partir de las obras del jurista alemán Kelsen que concibió la existencia de un tribunal de garantías constitucionales que actuara como un poder legislativo «sui generis».

La institución no podría crear nuevas normas, pero sí decidir que ciertas leyes debían ser derogadas porque chocaban con la Constitución. La aparición de nuevos regímenes en Europa tras la Primera Guerra Mundial permitió la puesta en funcionamiento de tribunales de garantías constitucionales cuyo ejemplo más obvio fue el de la República de Weimar. El citado Tribunal se manifestó incapaz de evitar que Hitler arrastrara a la nación hacia un régimen totalitario. El Führer llegó al poder a través de las urnas y luego, paso a paso, liquidó el sistema republicano. No mucho mejor funcionó el Tribunal de Garantías Constitucionales español. Constituido el 2 de septiembre de 1933, por mandato constitucional, desde el primer momento, el caballo de batalla principal fue la división de competencias entre el poder central y las regiones. Su composición incluía a los Presidentes del Tribunal de Cuentas y del Consejo de Estado, dos diputados designados por las Cortes, un representante de cada región, dos representantes de los Colegios de Abogados, y cuatro profesores universitarios de Derecho, amén de un presidente nombrado por las Cortes.

El Tribunal no funcionó como hubiera sido de desear. El responsable fundamental de su fracaso fue el nacionalismo catalán. El 26 de junio de 1933, la Generalidad de Cataluña promulgó una ley de cultivos anticonstitucional con la que tuvo que lidiar el Tribunal bajo las amenazas de los partidos nacionalistas de lanzar a la gente a la calle. Lo cierto, sin embargo, es que, a diferencia de lo sucedido con el actual Estatuto de Cataluña, la norma catalana fue declarada inconstitucional.

Complejos históricos
Incluso, tras el alzamiento armado de octubre de 1934, ante él fueron juzgados como reos de rebelión militar distintos nacionalistas catalanes entre los que se encontraba el tan incensado últimamente Lluis Companys. Con todo, el Tribunal era lento y, a fin de cuentas, no parece que llegara muy lejos con sus sentencias. Partiendo de esos antecedentes, lo más lógico sería que durante la Transición se hubiera dejado la cuestión de inconstitucionalidad en manos del Tribunal supremo. No deja de ser significativo que, salvo Alemania, Austria o Ucrania –marcadas por el estigma de dictaduras previas – las naciones que cuentan con Tribunal Constitucional sean, por regla general, dictaduras como Egipto o democracias de baja calidad como Perú o Bolivia. En ese sentido, la existencia de este tipo de tribunales parece atender más a la existencia de complejos históricos que a la solución de problemas jurídicos. Una razón más para pensar que su desaparición sería positiva.