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Peligro adolescentes

TÍTULO: «La cena» AUTOR: Herman KochEDITORIAL: SalamandraPRECIO: 20,50 euros

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¿Saber o no saber? Ése es el principal dilema. Pero, sobre todo, ¿qué hacer con esa verdad en caso de conocerla? Desde la primera línea se masca el drama. Y como todo drama, tiene su ley: «Si en el primer acto se muestra una pistola puedes apostar lo que quieras a que en el último alguien acabará disparando con ella», argumenta el narrador de «La cena», traducida a once idiomas y que se ha alzado con el Premio del Público en Holanda. Dos hermanos de clase acomodada quedan para cenar con sus mujeres en un lujoso restaurante. El mayor –según todas las encuestas, el próximo presidente holandés– es, a todas luces, un gañán. El narrador y hermano menor a priori es el culto, el razonable y el que esgrime una lograda argumentación de la vida. Pero, claro, es el narrador quien establece esta dualidad y vemos el mundo según la cámara subjetiva de su mirada. No olvidemos que se va desvelando poco a poco que este narrador es un hombre notablemente agresivo y jubilado anticipadamente de la docencia por tener ideas propias sobre la violencia, la Segunda Guerra Mundial y el nazismo.

Aunque los dos hermanos demoran abordar el tema, las parejas han quedado para hablar de un problema concreto: sus dos hijos adolescentes estuvieran envueltos en un despiadado acto de violencia con el agravante de haber sido exhibido como trofeo en la red –«happy slapping», lo llaman–. Hay que remarcar que se trata de un tema leído en la prensa con mucha frecuencia: la agresión y quema con un bidón de gasolina de una indigente en un cajero automático.

Verdad retorcida

A medida que la cena avanza asistimos a la volatilidad moral del narrador y a la justificación de sus propias e inamovibles certezas. La clave es el delito cometido por los dos primos de quince años, pero Herman Koch abunda en la relación entre padre e hijo, los lazos entre educador y educando, y cómo tanto su mujer como él retuercen la verdad hasta reinterpretar los hechos para no perder su estatus de familia feliz. Todo sirve, incluso escorar la culpa, con tal de salvar las apariencias.

Mientras, el lector queda atrapado a ambos lados de la realidad pero prácticamente a la misma distancia –«¿todas las víctimas se convierten automáticamente en inocentes?», se pregunta, y nos pregunta, el protagonista–. A medida que las páginas avanzan uno no sabe si está a favor o en contra de un argumento o de otro. El narrador intenta enredarte dia-lécticamente. Los expertos en conducta aseguran que la empatía es una cima en la madurez de una personalidad, pero, ¿un padre debe justificar a su hijo aun cuando ha cometido un hecho abyecto, o reprobárselo? ¿Debe denunciar sus errores para corregirlos o esconder su escoria bajo la alfombra? Todo sin contar en qué ha podido fallar ese padre para que su hijo perpetre un hecho deleznable sin sentir remordimientos. Un hermano, el presuntamente zafio, está a favor de retirar su candidatura a la presidencia con tal de denunciar a su propio hijo para evitar remordimientos. El narrador, por el contrario, apuesta por silenciar el hecho y vivir con «la no» culpa –«¿qué hace una indigente en un cajero automático?», esgrime en un pasaje de la novela–.

Lectura incómoda

Es una obra molesta pero necesaria como el tapón de un tubo de cianocrilato. El resultado: una lectura lacerante. Leerle es dolerse como especie porque tanto su verbo como su argumentación resultan auténticos decapantes para el espíritu, como pudiera serlo media hemina de vinagre. «Ipse venena bibas» (bebe tú esos venenos), reza la medalla de San Benito y, siguiendo el dictado del padre de los cistercienses, es el lector quien se traga toda esta ponzoña argumentativa. Como añadido, el autor sabe verter una mirada, contenida y certera sobre los claroscuros de la conducta muy en la línea de los novelistas rusos, como Tolstói o Dostoievsky.

Instalado en la bruma digresiva, lo mercurial, lo plomizo y lo ceniciento, Herman Koch construye unos personajes nada estilizados y, con verdadera maestría, relata los acontecimientos que han llevado a los protagonistas a la situación en que se encuentran. Con un ritmo gregoriano, enlaza hechos como melismas, lo que permiten al lector acomodarse en la historia hasta tomar partido ético y moral, como diría Celaya, «hasta mancharse».
Se asegura que sólo merecen la pena los libros que te cambian la vida, y ése es el poder balsámico de la literatura de este escritor, todavía desconocido en nuestro país pero artesano del idioma y sus ficciones.

El autor es un reconocido periodista holandés. Un «superventas» que ha llegado a ganar en su país el Premio del Público. Al cerrar el último capítulo, uno no puede por menos que llegar a la conclusión de que estamos ante un texto fundacional de la moral y la conducta humanas, con una sincronicidad que remite a otros autores europeos: entre ellos, los españoles Ricardo Menéndez Salmón o Álvaro Colomer o los internacionales como Joyce Carol Oates o Philippe Claudel, y no debido a su estilo, sino porque una hebra invisible une las sensibilidades estéticas y las preocupaciones metafísicas de todos.

Y no porque unos beban de los otros sino, tal vez, porque todos ellos gastan un retropaladar semejante a la hora de retratar la percepción del «daño», la culpa o la violencia. Una misma humildad en la prosa y una magia en el idioma tan efectiva como alejada de todo cairel. Pero, por encima de cualquier cosa, porque aunque parezca un contrasentido, el libro de este holandés, como diría Julio Cortázar, comienza a escribirse mañana.