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Los trabajos de don Juan Valera

La Razón
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No sé yo el interés como de vida o muerte que tenía don Juan Valera para andar metido en política, aunque lo que se deduce es que, como en el caso de su oficio diplomático, en el que sin embargo había entrado fácilmente por el viejísimo sistema del clientelismo –un entramado familiar, local y de amistades e influencias y del «do ut des»– esa vida política era para él único medio que le permitiría vivir en una cierta esfera social y económica que no podría alcanzar de otra manera, y también le ofrecería una peana para que su obra literaria llegara a ser tenida en cuenta, «porque si no mando, no riego» como decía de estos asuntos un cacique murciano.
Pero sabemos que don Juan Valera llevaba muy cuesta arriba esa carrera política, y varias veces habla en sus cartas de que está harto e incluso va a irse del país. Y bien conocemos su rabieta en 1863, cuando comprobando que no había manera de salir elegido diputado, escribía que estaba «convencido de que todos los electores en España son unos mierdas, y España toda es una mierda»; y en otra carta esa su rabieta y asegura que la especie humana es una desdicha, y más en España, y más en aquella circunscripción electoral en la que él se estaba afanando por salir diputado.
Soportó hasta que se le anulara su acta de diputado tras la que había algunas cosillas no muy claras, que sus oponentes y ganadores fueran a veces muy ilustres ignorantes, y algo peor, que era tener que andar enredando y mendigando, en un inacabable visiteo de la ceca a la meca, para que los caciques le sacasen diputado.
En julio de 1858, por ejemplo, le escribe a su hermano: «Ayer, no bien salí de esta Secretaría, fui a ver a Cánovas que me dijo que había visto y hablado a Santaella, que Santaella le había ofrecido de nuevo hacerle diputado por el distrito de Archidona, y que él había desechado la oferta por respeto a mi pretensión. Así se lo dijo al mismo Santaella…Cánovas me aconsejó que fuese a verlo y tratase de ganármele. Yo no he ido aún, pero iré hoy o mañana lo más tarde». Y este tejemaneje era necesario constantemente, de manera que uno se pregunta enseguida si acaso Don Juan Valera no pensaría en aquellas impresionantes recomendaciones con las que contaba un personaje de «La ilustre fregona»: «Tomó el dinero y consoló a Tomás, diciéndole que él tenía personas en Toledo de tal calidad que valían mucho con la justicia, especialmente una señora monja, parienta del corregidor, que le mandaba con el pie, y que una lavandera del monasterio de la tal monja tenía una hija que era grandísima amiga de una hermana de un fraile muy familiar y conocido del confesor de la dicha monja, la cual lavandera lavaba la ropa en casa».
La vida mundana de Madrid le parecía una sarta de cursis, pretenciosos, vanidosos, e hipócritas, pero le resultaba casi una maravilla, si la comparaba con la vida del pueblo, en el que no se sabía hablar de otra cosa, sino de las labores del campo y de los fríos y calores, de casorios ventajosos y de herencias. Y, en sus cartas, habla don Juan de literatura a este respecto, y aclara que el campesino sólo tiene del campo una visión utilitaria, y que la gran poesía clásica –Teócrito, Virgilio etc.– está hecha desde la evocación del campo en sofisticadas urbes, y que Horacio pone la alabanza del campo en boca de un usurero etc. y dice que, en cualquier caso, en España el campo es feo, porque «no se ha tenido delicadeza al componerlo», y que la poesía está reñida con él, no como en el caso de Inglaterra. Pero, en Madrid, le hartaban, además, las trapisondas del mundo de las letras.
¿Es posible que la política enturbiase tanto su vida? Es seguro, pero no su serenísima escritura.