Historia

Francia

Oh la revolución

La Razón
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A la palabra «revolución» le damos siempre una connotación positiva. La gente entiende que una revolución significa un giro benévolo, algo bueno «per se», un mejoramiento de la vida. Se percibe con simpatía todo aquello que se declara «revolucionario»; gusta tanto que la publicidad ha sabido explotar el concepto: nos han vendido –y hemos comprado con sumo placer– bebidas revolucionarias, coches revolucionarios, sostenes revolucionarios… «Revolución» es una palabra tan gastada que se nos antoja inofensiva, cercana, joven, agradable. «Revolución» es ya un canto rodado pulido por los «mass media», la era del pop y el consumo compulsivo de la poscontemporaneidad. Los historiadores piensan, sin embargo, que las revoluciones son procesos de cambio rápidos, radicales y, habitualmente, violentos. O muy violentos. Y que por eso más vale no pronunciar la palabra «revolución» en vano. Para ejemplo perfecto, ahí quedó la Revolución francesa. Se produjo en un contexto de crisis económica brutal, con una nueva clase social pudiente pero muy descontenta –la burguesía– que detentaba el poder económico y codiciaba también el político; en una Francia con las arcas exhaustas tras embarcarse en una guerra lejana de la que obtuvo el «botín» delusorio de la bancarrota; con una inflación disparatada, unas instituciones –las del Antiguo Régimen– absolutamente desprestigiadas (¿les suena?...) ante el vulgo y los intelectuales de la época que, a su vez, atizaban el fuego del descontento propagando ideas tan incendiarias como la «separación de poderes» del Estado. En pocos años, los acontecimientos se precipitaron hasta desembocar en lo que conocemos por «El reinado del terror». Maximilien Robespierre –un revolucionario profesional, como más tarde lo sería Lenin–, al mando del Comité de Salvación Pública, y los montañeses jacobinos pusieron a trabajar la guillotina: rodaron miles de cabezas, la menor duda de ser «contrarrevolucionario» bastaba para que el sospechoso no necesitara volver a usar los servicios de un peluquero. Cierto que, por aquel entonces, también se redactó la «Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano» y se reconoció el sufragio universal. Resulta curioso que la Revolución Francesa, que pasó a cuchillo todo lo que olía a «Ancien Régime», concluyera con Napoleón dando un golpe de estado para tratar de salvar la República y evitar una supuesta restauración monárquica. Como todos sabemos, con el tiempo, Napoleón se autoproclamó Emperador. Alexis de Tocqueville nació en el seno de una familia muy monárquica a la que la guillotina diezmó en la época del Terror. Sus padres se libraron por los pelos, nunca mejor dicho, de ser decapitados –lo que le habría impedido a él nacer en 1805–, de modo que desconfiaba terriblemente de todo lo que sonaba a revolución. Estaba convencido de que la humanidad, siempre que se enfrenta ante el dilema de elegir entre libertad e igualdad, prefiere mayoritariamente la igualdad sobre la libertad, incluso aunque tenga que soportar cierto grado de fuerza y coerción. En estos días, que oímos hablar tanto de «revolución», recomiendo leer su obra «El Antiguo Régimen y la Revolución».