Europa

Chamberí

El desquite por Alfonso Ussía

La Razón
La RazónLa Razón

El que fuera embajador de Alemania en España, Güido Brunner, era hijo de madrileña y nació en Chamberí. Con cerrado acento alemán hablaba un español perfecto y hasta castizo. Por su formación, era más alemán que español, y prueba de ello es que fue embajador de Alemania en España y no al revés. Se vio envuelto al final de su alto cometido en el escándalo del AVE, con lo del «convoluto», y aquello terminó con su resistencia y por qué no decirlo, con su vida. Pero era un hombre inteligente, simpático y riquísimo en amigos. Yo lo conocí en casa de Juan Garrigues, con el que coincidió en el colegio en sus años infantiles. Güido era un conversador fabuloso, nada ingenuo, aunque quisiera disfrazarse de cuando en cuando de paisaje inocente.

Me pidió conocer más de cerca a Don Juan, y organicé una cena en mi casa. Don Juan ya estaba operado de la garganta, pero mantenía un buen tono de voz y se hallaba en plena forma. La conversación durante la cena se centró en la situación de la Marina alemana, y en los esfuerzos económicos que tendría que hacer la Alemania libre para rescatar –aquello sí que fue un rescate–, a la Alemania sometida, y ya liberada, del Este. Acompañó a Don Juan su Ayudante, el Capitán de Fragata Francisco Fernández Núñez.

Y lo dijo en el café. Muchas veces he recordado aquellas palabras de Güido Brunner, intentado descifrar si resumían un deseo o una convicción. Fue un gran defensor de la plena integración de España en Europa, y tenía bastante manía a los ingleses y a los franceses, cosa por otra parte, nada original en un alemán.

La mitad pujante y rica de Alemania había de sacrificarse en beneficio de la otra mitad, una ruina del comunismo. Pero no se trataba sólo de eso. Era necesario convencer a los alemanes acostumbrados a malvivir a costa del «Papá Estado» de que la iniciativa privada y la libertad de los mercados no eran sus enemigos, sino al contrario, sus mejores aliados para ganar el futuro. «Señor, hay decenas de miles de alemanes que sienten terror por la libertad». Pero aún no había dicho lo que hoy rescato de mi memoria.

Güido hablaba manejando perfectamente las pausas y las intenciones. Miró a Don Juan después de probar el café. «Señor, cuando Alemania se haya recuperado de su enorme esfuerzo, de alguna manera, siempre pacífica, se desquitará de todas las humillaciones que ha soportado después de la Segunda Guerra Mundial». Don Juan le animó a una aclaración. «No defiendo el horrible pasado del nazismo. No se trata de eso. Se trata de la humillación que han sufrido millones de alemanes por la culpa de unos locos asesinos y la venganza de quienes se presentaban como vencedores civilizados».

En todo alemán que nada tiene que ver con la Guerra, con Hitler, con las SS y con el sistema criminal y enloquecido del Tercer Reich, hay un poso de amargura por el desprecio que recibieron del mundo libre con posterioridad a la Guerra. No entendieron la división de su país. No perdonaron que los aliados cedieran a Stalin y la URSS la mitad de su Patria. El mensaje de Kennedy junto al muro «Todos somos ciudadanos de Berlín», se oyó un poco tarde, pero alentó las esperanzas. Y el muro fue derribado por las manos de los alemanes oprimidos, pero quienes abrieron sus grietas fueron un Papa, Juan Pablo II, un Presidente de los Estados Unidos aborrecido por las izquierdas occidentales, Ronald Reagan y un comunista pragmático que supo interpretar que el desmoronamiento del comunismo era irreversible, Mihail Gorbachov.

Recuerdo las palabras de Güido Brunner y me pregunto si no le estaba anunciando a Don Juan la llegada del desquite.