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Doscientos años de La Pepa por César Vidal
Se cumple hoy el bicentenario de la Constitución de Cádiz –a la que los absolutistas despectivamente motejaron como La Pepa– y no han faltado los análisis de todo tipo sobre nuestro primer texto constitucional. Repasando en los últimos meses las fuentes de la época, no he podido dejar de sentir un regusto de pesar y tristeza. Sabido es que cuando Fernando VII, el rey felón, regresó a territorio español entre sus primeras villanías, se halló la de derogar la Constitución intentando que la Historia retrocediera. Menos conocido es que ese trágico destino había sido ya anunciado por José María Blanco White desde el exilio. Tras abandonar Sevilla al ser ocupada en 1810 por los invasores franceses, José María Blanco se estableció en Inglaterra, desde donde siguió con entusiasmo la peripecia de las Cortes de Cádiz. No tardó, sin embargo, en darse cuenta de que el empeño –noble como pocos– iba a concluir en fracaso. Para Blanco White, la razón iba a ser doble. En primer lugar, que los padres de la Constitución, acostumbrados a tratar con la Junta, habían llegado a la errónea conclusión de que podrían lidiar fácilmente con el poder ejecutivo. Blanco White les advirtió de que era un grave error, ya que si el rey, al regresar del cautiverio, no contaba con frenos y contrapesos a su labor, aplastaría la Constitución sin problemas. En segundo lugar, la Constitución –un texto liberal en el que las influencias de Locke, de la constitución francesa de 1791 y del código Napoleón resultaban manifiestas– omitía un derecho fundamental como el de la libertad de religión con lo que se entregaba algo tan importante como la conciencia a una institución –la Iglesia católica– que no se caracterizaba precisamente por su liberalismo ni por su creencia en la soberanía nacional. Si ambos aspectos no se corregían –señalaba Blanco White– la empresa constitucional naufragaría. Sabido es que el exiliado acertó en sus pronósticos y su destierro se convirtió en perpetuo. Sabido es también que de la derrota de los liberales derivó en un siglo XIX fallido en el que las disputas dinásticas apenas acertaron a cubrir la lucha entre los que deseaban modernizar España y los que pretendían mantenerla en la Edad Media. Sabido es también que no pocos de los avances impulsados por los liberales de Cádiz –la igualdad fiscal, el mercado único entre regiones, la unidad de la legislación civil– ni siquiera a día de hoy se han llegado a imponer. Por añadidura, no pocos de aquellos liberales acabaron exhalando el último aliento en tierra extraña o sufrieron el aventamiento de sus cenizas, como pasó con las de Isidoro Antillón a manos de bárbaros carlistas. Eran de lo mejor que ha dado España y, precisamente por ello, concluyeron sus vidas fuera de ella. Gran lección –que no debería olvidarse– para la España en crisis de estos días presentes.
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