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La difícil retirada de un político

Por definición, el político tiende a perpetuarse en el poder, constituyendo la retirada voluntaria una llamativa excepción 

La difícil retirada de un político
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La tentación de perpetuarse en el poder es una constante consustancial a la vida de los políticos. A decir verdad, hasta una época relativamente reciente, el político sólo ha abandonado sus funciones por muerte u obligado a someterse a un poder superior. Al respecto, no puede sorprender que el abandono de la política haya estado vinculado a situaciones extremas. Fue, ciertamente, el puñal de los asesinos el que arrancó a Julio César de la política en el 44 a. de C. Su caso no fue, desde luego, excepcional. Si se piensa en los miembros de su familia que lo sucedieron en el poder en Roma, los datos resultan sobrecogedores. Octavio y Claudio fueron muy posiblemente envenenados. Calígula, uno de sus sucesores, salió del poder cuando fue asesinado al salir del circo y Nerón optó por darse muerte para no caer en manos de Galba, que se había alzado en armas contra él. Sólo Tiberio, de toda la dinastía, pudo morir de muerte natural, e incluso este extremo no resulta seguro.
El caso de los julio-claudios no fue, en modo alguno, excepcional. La media de duración de los reinados de la dinastía visigótica que se entronizó en España en las postrimerías del Imperio romano apenas superó el año. Los historiadores se han referido al «morbo gótico», pero es dudoso que el carácter morboso fuera especialmente un producto germánico. Debe reconocerse también que, en ocasiones, el final de la carrera de los políticos vino vinculado a acciones de sus adversarios que pueden considerarse menos traumáticas. El rey Wamba, por ejemplo, sufrió que le raparan la cabeza durante el sueño de tal manera que sin la cabellera propia de los nobles germanos se vio privado de la corona y recluido en un convento.
Por lo que se refiere a Nabucodonosor II, el gran fundador del imperio neo-babilónico, sólo la locura lo apartó del poder. Dato, sin embargo, significativo: apenas logró recuperarse, tras varios años de desorden psicológico, Nabucodonosor regresó al trono ya hasta el final de sus días.
El aumento en complejidad del estado implicó que el poder político rebasara ámbitos como la realeza o la aristocracia. En esos casos, la perdurabilidad del político quedó vinculada, por regla general, al deseo real. El «borboneo» –como definición de la manera en que Fernando VII o sus sucesores enviaban a la vida civil a ministros o jefes de gobierno– es una clara verificación de lo que señalamos. Primo de Rivera cayó al perder la confianza regia y su caso no fue excepcional. Los políticos se retiraban cuando el soberano los retiraba.
Poder a cualquier precio
Las dictaduras contemporáneas han mostrado de manera indiscutible la tendencia del político a mantenerse en el poder prácticamente a cualquier costo. La derrota militar impidió –afortunadamente– que sepamos cómo se habría producido la sucesión de Hitler o de Mussolini, pero conocemos a la perfección cómo discurrió en el sistema soviético y en sus epígonos.
Lenin se aferró al poder incluso después de haber sufrido una hemiplejía, y la exhumación de documentos procedentes de su puño y letra muestra que pensaba volver a imponer una autoridad absoluta mediante el asesinato de un Stalin rival. De todos es sabido el resultado de ese enfrentamiento desconocido hasta hace poco. No menos claro es lo que pasó con todos aquellos que, de manera real o imaginada, pensaron en retirar a Stalin. El dictador georgiano sólo pensó en que lo derribarían –no en retirarse– cuando los alemanes se hallaban a las puertas de Moscú a finales de 1941. El sistema devoraba a sus hijos de tal manera que cuando Jrushov fue derribado resultó una verdadera sorpresa que la pérdida de la vida no acompañara a su desplazamiento del poder. En adelante, todos los dictadores soviéticos –salvo Gorbachov que sobrevivió al sistema– se vieron separados del mando sólo tras la muerte. Lo mismo sucedería en China o en Corea del Norte y parece que acontecerá en Cuba.
Una de las grandes cualidades de la democracia es que permite un cambio de las personas en el poder de manera pacífica, regular y por deseo de los ciudadanos. Sin embargo, semejante circunstancia no ha impedido que los políticos se hayan aferrado al mando y por ello no resulta sorprendente que algunos sistemas prohíban la perpetuación en el poder durante más de cierto número de mandatos. Churchill, De Gaulle o Felipe González habrían deseado mantenerse al mando de la nave hasta que «la muerte los separare» de él. La voluntad de los ciudadanos fue diferente y esa circunstancia se tradujo en su retiro.
En otros casos, la democracia desaloja a los políticos del poder por la sencilla razón de que prevé la posibilidad de que no escapen de la acción de la Justicia o de que los sujeta a acciones disciplinarias. Fue, desde luego, el caso de la dimisión de Nixon que buscaba evitar el «impeachment». Con monarquías y repúblicas, con dictaduras y democracias, ayer y hoy, el político que se retira sin verse forzado –no digamos ya en la cresta de la ola de su popularidad– constituye una excepción clamorosa, una especie de mirlo blanco de la acción política.
Uno de los escasos episodios de este tipo que la Historia conoce es el de Cincinato, el romano que recibió poderes dictatoriales para salvar Roma, pero que, cumplida su misión, regresó a su casa y se puso a arar los campos como tenía por costumbre. Los Cincinatos posteriores no han abundado y, precisamente por ello, llama la atención el caso de José María Aznar en 2004 o el de Esperanza Aguirre hace apenas unos días. En el desempeño de sus funciones resultaron excepcionales. También lo han sido en su abandono del poder.