Constitución
A vueltas con el debate
Resulta extraño que en un país con una gran madurez democrática haya que estar cada poco recordand que uno de los principios básicos de un Estado de Derecho es precisamente asumir como incuestionable el propio respeto a la Ley, a los cauces legales, y a las resoluciones que en su aplicación dicten los tribunales. Las resoluciones judiciales, máxima expresión de la labor realizada por el Poder Judicial, no pueden convertirse en sí mismas, en factores que faciliten o entorpezcan proceso político alguno, en tanto en cuanto, las decisiones judiciales tienen como único efecto directo, resolver conflictos jurídicos concretos. Un pleno respeto a la independencia del poder judicial determina que en cualquier caso lo que debería estar claro es que las decisiones del poder judicial deben estar y están alejadas de los procesos políticos, y en tal sentido nunca pueden constituir obstáculos en sí mismas a estos procesos, ni deben servir de aval o abrir nuevos caminos, más allá de aquellos que la propia Ley haya abierto; esto es, el cumplimento del principio de legalidad. Cuando no se encuentran razones para cuestionar una solución judicial se le exige a sus autores, que prescindan en lo que sea posible de la propia Ley, y acudan a eso que se ha venido denominando «nueva realidad social» a la hora de interpretar y aplicar las leyes. La realidad social y el contexto en el que se debe interpretar y aplicar una norma, no son más que un criterio técnico de interpretación, y nunca puede suponer una razón en sí misma, para prescindir de su inicial aplicación, puesto que así estaríamos postergando la aplicación de la Ley a visiones personales, por muy refrendadas que se entiendan democráticamente. Si tanto poder democrático se cree tener, lo único que cabe hacer es sustituir la voluntad democrática basada en una ley, por otra ley, y si esto no se puede hacer, sencillamente es que se carece de cualquier aval democrático. Recordemos en este sentido procesos como la negociación con ETA o las políticas lingüísticas. El problema real surge cuando un debate como éste, tan innecesario por claro, se instala de forma permanente en el escenario público, de tal modo que cada vez las palabras tienen menos fuerza por sí mismas, y son necesarios mayores argumentos para explicar lo que en cualquier constitución de primera generación se encuentra sancionado. La cuestión no es baladí; en España están comenzando a surgir manifestaciones más o menos espontáneas, de lo que se denominan nuevas vías de regeneración democrática, que poco a poco y por muy inocentes y altruistas que sean sus fines, se apartan del cumplimento no sólo de la Ley, sino de las normas que deben regir una mínima convivencia. Si desde los ámbitos de poder establecido se está enviando mensajes a la ciudadanía de que cuando la Ley o las resoluciones judiciales no nos gustan, o no se acomodan a proyectos políticos de la índole que sean, sencillamente se apartan, ¿cómo se les va a exigir a estos ciudadanos, henchidos de legitimidad democrática, según ellos, que abandonen las vías de hecho, más o menos violentas y confíen en los cauces legales? El desorden legal, moral o de cualquier tipo, genera más desorden y al final, un caos inaguantable e inasumible, que podría estar explicando respuestas cada vez más violentas en el seno de una sociedad que hasta ahora se ha comportado de una manera bastante civilizada. Es una frivolidad que nadie debería permitirse, por más que se encuentre legitimado en sus convicciones. El respeto a la norma de la mayoría, a los cauces democráticos de confrontación ideológica, y en suma los procedimientos legales, son la base y garantía de la paz y del respeto a los derechos más esenciales del ser humano. Ninguna idea o reivindicación puede otorgar a quien la defienda una mayor legitimidad democrática, un aval de transgresión legal que le permita ir por delante del resto; al final las ideas que pretenden imponerse por la fuerza, por buenas que sean, acaban convirtiéndose en odiosas. Por eso, lo que cabe es esperar en un momento difícil como el que estamos atravesando, donde mucha gente lo pasa muy mal, es una mayor dosis de responsabilidad, sobre todo por parte de quien la ejerce aunque sea nominalmente. Son necesarias personas de talla moral y política, y sobre todo, alejadas de la frivolidad y del populismo. Hoy nos estamos jugando el futuro de varias generaciones, y eso hace más grave la situación, y la única contrapartida y secreto ante tal gravedad es la responsabilidad en el ejercicio del poder, que por lo general suele conducir al acierto. Por eso conviene, que los debates se realicen en sus senos legales y no a través de la algarada aunque sea política. La verdad es que no es muy difícil, solo se requiere recordar el secreto de la democracia, el respeto a la Ley.
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