Historia
Saramago
Pues sí. Me resulta ridícula la reverencia con la que algunos han hablado estos días de «El ensayo sobre la ceguera» de Saramago con motivo de su muerte. A quien ha tenido cuatro lecturas básicas de los Kafka, los Orwell y los Huxley no le podía parecer Saramago más que un epígono árido, torpón y obvio de todos ellos. Pese a ir de comunista por la vida, Saramago insistía en una vieja retórica anarcoide y trillada contra el Estado como responsable de todos los males universales que no denunciaba nada y que, al contrario, esquivaba la crítica auténtica a las lacras del presente. Porque si algo ha desvelado nuestra época, la de los Derechos Humanos, es que el totalitarismo no está sólo en los Estados. Está en el propio individuo y más cuando se cree inocente. La alegorización novelesca del monstruo totalitario, aquellas «fantasmalizaciones estéticas» de su poder, siempre demiúrgico y oscuro, tenían sentido para denunciar a Hitler y a Stalin. ¡Ah, tierna infancia del totalitarismo en el que el individuo siempre comparecía virginal y mocito como dentro de una pesadilla frente al gran artilugio estatal todopoderoso y omniculpable! Hoy, sin embargo, en la era del Estado democrático y del bienestar, por mal momento que éste atraviese, no tienen sentido los Saramagos, los Larsson, los denunciantes de la nada. Con el totalitarismo pasa como con la crisis económica. ¿De qué vas tú, querido individuo, que hoy acusas a los Estados y a los bancos y a las multinacionales cuando hubo un presidente que te negó la crisis a la cara y por segunda vez le votaste?
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