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Calmas noches de otoño

La Razón
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Por estas tierras en que vivo, los últimos días de noviembre y primeros de diciembre suelen ser de nieblas, es decir, de muchas y muy pesadas calígines si la niebla «se agarra» y no da cuartel al sol; pero extraordinariamente hermosos si es el sol el que vence. Y casi siempre es lo que sucede y las gentes dicen: «Mañanas de niebla, tardes de paseo».
Pero la niebla, por hermosa que sea a veces, nos fuerza siempre a melancolías, aunque cuando el hielo cae sobre ella produce el otro maravilloso espectáculo del festoneo con una finísima puntilla de las hojas de los árboles que en el invierno las conservan, o, como en el caso de los pinos, fabrican una especie de astrolabios fantásticos. Pero, hasta cuando es una delgada seda o tul, la niebla nos suscita pensamientos oscuros y recordamos, por ejemplo, lo que decía Montaigne de la más tenue neblina azul de la mañana que era suficiente para acabar con la fragilidad de ella; como le ocurrió a la pobre Charlotte Brontë, que durante un paseo se mojó los pies con el relente del rocío o de una niebla baja.
En la antigüedad, malos eran esos primeros de diciembre para la navegación, como nos lo recuerda lacerantemente una lauda perteneciente a un tal Lico de Naxos, que desde Egina volvía a casa, y había naufragado: «¡Nauta, rehuye el navegar cuando se ponen los Cabritos», es decir, cuando ya no se ven esas dos estrellas de la constelación del Auriga, cuyo ocaso para quien escruta el cielo se da por estas fechas.
Pero esos días de diciembre también pueden ser esplendorosos, y sus noches las más cristalinas y tranquilas del año. Este sentimiento era ya tópico en tiempos de Shakespeare, y tópica pero no menos hermosas es la cita de sus versos de «Hamlet», cuando ante el desvanecimiento del fantasma del padre del príncipe con el canto del gallo, dice Marcelo: «Al acercarse el tiempo de la conmemoración del nacimiento de Nuestro Salvador, el ave de la mañana canta toda la noche, y ningún espíritu se atreve a vagabundear. Las noches son claras y no hay muchas influencias de planetas, y ni hadas ni brujas tienen poder de encantamiento. Tan saludable y lleno de gracia es este tiempo». Y ciertamente lo era, cuando el mundo estaba todavía «encantado», según la fórmula filosófica desencantadora al uso; pero el desencantamiento ha tenido como efecto, naturalmente, que en vez de acudir a todo ese mundo de poesía, consolación, o dulzura y alegría del vivir, ahora estemos pendientes, tanto en diciembre como todo el año, de los partes tecnológicos del Instituto Nacional de Meteorología o como se llame.
Pero nada hay que objetar a dicho Instituto, que cumple con su papel científico. Los Cabritos de la constelación del Auriga siguen siendo hermosos, y, por el simple hecho de que navegamos por la vida, nos llena de melancolía su ocaso por estas fechas de diciembre. Aunque es verdad que están ahí, luego, la maravilla azul de Sirio y el fulgor de Las Pléyades o Cabrillas para consolarnos. Platón decía que se nos habían dado los ojos para mirar incansablemente esos incandescentes cuerpos, y a lo mejor tenía razón, porque Platón era muy platónico, evidentemente, pero también tenía sus ramalazos de realismo enorme, y, cuando descendía hasta la política misma, por ejemplo, decía cosas como que en los regímenes demagógicos, pródromos de las dictaduras, los padres tienen miedo de sus hijos, y los maestros de sus alumnos, y entonces hay que estar tan sobre aviso y mucho más que cuando los Cabritos se ocultan, y poder así leer en los «Arcana Imperii», además de en las estrellas.
Estos viejos libros ya sabían ciertamente todo lo que nos pasa ahora mismo, y nos previnieron hasta de lo que nos ocurre cuando diciembre ya está desencantado, y ya no nos quedan sino las compras navideñas y los resúmenes del año. Esto es, la acedía de lo mismo añadido a lo mismo.