El «aquelarre» etarra
Terroristas a la calle
Víctimas humilladas, ciudadanos escandalizados, terroristas sin arrepentimiento y legitimados, políticos inhibidos y jueces cuyo papel es ser pararrayos de todas las iras.
Al abolirse la pena capital y no existir la cadena perpetua, el terrorista sale, y los años de cárcel, por muchos que sean, nos parecen pocos. Durante décadas hemos ido tirando con el Código Penal de 1973, heredero de la España de los crímenes de la calle Fuencarral, del Jaro o de Jarabo. Con ese Código se ha condenado a los peores terroristas, pero se quedó corto ante el terrorismo o el crimen organizado y el legislador tardó en reaccionar. Ante el escándalo de una excarcelación, fruto de un sistema penal benigno, los tribunales han suplido la pasividad del legislador.
El escándalo lleva a forzar las cosas. Así, ante la inminente salida de Parot, el Tribunal Supremo estableció en 2006 que los beneficios penales descuentan años del total de pena impuesto (centenares, miles), pero no del máximo real, entonces treinta años. Esa doctrina está cogida con alfileres y depende de que el Tribunal Constitucional confirme su aplicación a delitos juzgados y condenados con el anterior Código Penal. De Juana Chaos cumplió la condena, pero su salida y sus aires chulescos escandalizaron, por lo que se forzó su vuelta a la cárcel promoviéndose una nueva causa por hechos antiguos y conocidos que se habían dejado pasar. Caso distinto es el de Troitiño. Aunque se le liberó, según los criterios del Tribunal Constitucional, para abonar los años de prisión provisional, su libertad escandaliza. Para complicar las cosas, se le libera cuando se sabe –o debería saberse– que unas semanas antes el Supremo ha reconducido esos criterios a la doctrina Parot, por lo que debería estar siete años más preso.
En la lucha antiterrorista se ha descuidado el cumplimiento de penas. Será a partir de 2003, y se completará en 2010 –es decir, treinta y cuatro años después del primer atentado etarra–, cuando se instauren reglas para el cumplimiento efectivo de penas. Hasta entonces, la gran noticia –y la medalla– era la desarticulación del comando; lo que ocurriese veintitantos o treinta años después no preocupaba. Y como dice el tango, veinte –o más– años no es nada, pasan volando, los peores terroristas salen y viene la reacción: la opinión pública pide más años, los jueces tienen que acallar las voces supliendo las carencias de la ley y la clase política se inhibe y evita un debate sobre la cadena perpetua. Para complicar las cosas, aparecen noticias de negociaciones, chivatazos y de negociadores que ofertaron a la banda desactivar esos criterios judiciales.
El Estado demostró su fuerza al perseguir y encarcelar al terrorista. Esa fuerza se ejercitó en un sentido, pero intuyo que en las décadas en las que ha tenido al terrorista bajo su control no la ha ejercido en otro. Es persona y, por cruel que haya sido, toda persona está por encima de sus obras. Hay una fuerza legítima para encarcelar, pero hay otra –quizás inédita– para tirar de esas personas hacia arriba. Intuyo que en esos años, el terrorista sólo ha recibido desde su mundo mensajes de apoyo y comprensión, se le ha justificado el mal que ha hecho, se le ha presentado la cárcel como un acto de violencia y no el justo castigo por sus crímenes.
Quizás su excarcelación sería más soportable para las víctimas, y para el resto de los ciudadanos –aun sin doctrina Parot–, si hubiera ido precedida por años en los que el Estado no se hubiera limitado a dejarlo aparcado en la cárcel a merced de una organización con hechuras de secta, sin otro futuro al salir que acogerse a su amparo. Como sería soportable una negociación, incluso tácticas policiales de espera y observación, pero siempre desde la autoridad del Estado, la exigencia de reparación, el derecho de todos –no sólo de las víctimas– a que se haga justicia y desde la certeza de que el terrorismo no ha logrado ninguno de sus objetivos.
Aunque se arañen unos años más de prisión, no se compensa el dolor de las víctimas y sus familias. Ese daño absoluto sufrido –la muerte de un ser querido– quizá sólo se satisfaría con un castigo absoluto: la muerte o la pérdida perpetua de libertad, pero no devolvería las cosas al momento anterior a la agresión. Y aunque ahora se haga mucho cálculo escandalizado –tantos años o meses de cárcel por asesinato– ni la pena capital o la perpetua satisfacen ese deseo de compensación: vida sólo hay una, por lo que impuestas esas penas por un asesinato, los otros siempre saldrían gratis.
Este panorama de años de dejadez en lo legal, de aparcamiento de terroristas en la cárcel, hace más hiriente la excarcelación. Los remedios de urgencia son para salir del paso y acallar a victimas y ciudadanos, pero logran que el terrorista y su mundo se vean como víctimas de la arbitrariedad, lo que legitima su lucha, y hace que su retorno a casa sea una victoria y todo se mezcla con la sospecha de una negociación de ignoradas intenciones. Caemos así en un círculo terrible: víctimas humilladas, ciudadanos escandalizados, terroristas sin arrepentimiento y legitimados, políticos inhibidos y jueces cuyo papel es ser los pararrayos de todas las iras.
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