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Italia

La lógica de la bufanda por José JIMÉNEZ LOZANO

La Razón
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En su libro autobiográfico cuenta Ana Larina Bujarina, la esposa de Bujarin, «el niño mimado de Lenin y de la Revolución», como se le llamaba, que estando en el campo de concentración, y habiendo podido conservar allí todavía una bufanda bordada –que era de las pocas prendas personales que había podido llevar consigo cuando fue detenida– otra mujer igualmente detenida allí la preguntó dónde había adquirido aquella bufanda tan hermosa, y Ana Larina respondió que en Italia, en una aldea donde hacían los más maravillosos bordados del mundo. El guardián más cercano a ellas oyó la conversación, y, naturalmente, fue a dar cuenta enseguida, porque bien podría ser que ese asunto de la bufanda tuviese una trama política.
Ana Larina, desde luego, estaba allí, en aquel campo de concentración, porque el señor Stalin había fusilado a su marido, tras un solemne proceso en el que el acusado mismo echó sobre sí todas las maldades de todas las sangrientas tramas, conjuras y traiciones del mundo, confesándose en una triste pieza de dialéctica perversa, para mostrarse como el último gusano y el último desecho humano. Y la costumbre era que, fusilados los hombres, sus hijos fueran secuestrados para ser reeducados en los moldes del ciudadano soviético y sus mujeres –como consecuencia de una especie de contagio ideológico desviado o perverso, y también como corresponsabilidad familiar colectiva ante el Partido– no sólo fueran humilladas y discriminadas, sino que debían recibir un castigo pedagógico de ordinariamente diez años de condena a internamiento. Una pena leve, sin embargo, que llenaba de contento a quienes eran sentenciados a ella, aunque sabían muy bien que podía doblarse con facilidad.

Y esto exactamente es lo que ocurrió en este caso, porque, enterados los señores magistrados del Pueblo de que Ana Larina había mantenido una tan peligrosa conversación, decidieron imponerle la pena de otros diez años por propaganda de las Potencias Imperialistas, como se deducía con toda evidencia de la conversación de alabanza de los bordados italianos. ¿Y qué puede pensar la razón humana ante algo así, cuando se encuentra ante este tipo de lógica interpretativa? La propia Ana Larina dice que en enloquecer, y desear la muerte; y que a ella sólo la salvó de esto su amor a la poesía, y, como a todas las víctimas, la ilusión de poder contarlo porque siempre parece que el mundo entero se levantará contra el horror, aunque casi siempre elige convertirse, él también, a la lógica canalla que destruye al hombre más deprisa que cualquiera otra cosa, porque liquida su razón, convirtiéndola en razón instrumental o en razón de tribu o ideología, en razón política, mientras se soterra la razón cognitiva de Spìnoza o Descartes, que solamente trata de conocer, al margen de todo interés, utilidad o finalismo.
Aquella «lógica de la bufanda», o lógica canalla –una degeneración de la razón secular que ya era finalística e iluminativa– ya había sido instalada como sistema del pensar socializado, pongamos por caso cuando el señor Lenin dijo aquello de que veintisiete votos podían valer más que veintiocho, si iban en el sentido de la historia, y conforme a la doxa y la praxis del Partido.

Y siempre hubo crímenes con sofisterías justificados, desde luego, pero lo peor se da cuando esa «lógica de la bufanda» se integra en todo el sistema del pensar, explica la realidad, y se convierte en expresión de la alta cultura y de la «intelligentsia», siempre gnósticas.
¿Tiempos oscuros? La historia siempre los ha tenido y los tendrá, pero siempre se ha podido echar mano, en medio de ellos, de alguna candelilla de razón; pero esto no resulta ahora tan seguro, atrapados como podemos quedar en «la lógica de la bufanda», que es como la del «Retablo de las maravillas políticas». La candelilla de razón que invoquemos nos obligará a decir que la bufanda es hermosa, y que no vemos ninguna maravilla ni otra cosa alguna en la sábana blanca; y entonces seremos, como poco, pésimos y evitables ciudadanos.

 

José JIMÉNEZ LOZANO
Premio Cervantes