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Un corazón en el bolsillo

La Razón
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Ayer reaparecí al lado de Carlos Herrera en su programa de Onda Cero y a continuación hube de enfrentarme a algo para lo que nunca estoy preparado: el afecto de la gente. A mi amiga Chelo Cuenca le dije que lo de escribir era la consecuencia de mi incapacidad para hacer otras muchas cosas y que en cierto modo mi trabajo sólo era la manera que un hombre tiene de desacreditarse sin hacer demasiado esfuerzo. También le dije que de niño me daba vergüenza hacer las cosas bien porque temía no saber cómo corresponder a la gratitud de la gente. La verdad es que nunca sé qué hacer cuando alguien elogia mi trabajo, me encuentra una buena cualidad o descubre que soy más sentimental de lo que a simple vista pudiera parecer. Considero que lo que hago es lo que mejor me sale, casi lo único que sé hacer, de modo que nadie tiene por qué agradecérmelo, como supongo que no me agradecerían que orine cuatro veces al día. Aunque alguien crea que se trata de una pose, la verdad es que me encuentro muy a gusto cuando doy con alguien que apenas me conoce y sabe pocas cosas de mí, cualquiera de esas personas que lo que admiran de un hombre es que en un momento dado se brinde a cambiarle la rueda pinchada del coche. Como a cualquier hombre, me gusta que las mujeres confíen en mí, me quieran y cuenten con que en un momento dado les llene el alma, aunque he de admitir que ésa nunca fue mi verdadera aspiración en la vida y que me conformaría con que ella procurase mi amistad aunque sólo fuese con el interesado objetivo de que le llenase a mis expensas la nevera. Estas cosas nunca se saben. A veces uno cree que le han invitado a casa porque le aman y luego resulta que si ella te metió en su alcoba fue porque no le venía mal que alguien le ayudase por la mañana en la tarea de hacer la cama. Mi amiga Susana Pose siempre me previno sobre mi probada facilidad para equivocarme de mujer. Hace ya unos cuantos años, una noche de copas en «El Corzo» me advirtió de que a ciertas horas de la madrugada lo que ellas esperaban de mí ya no era un cigarrillo, una copa o una frase feliz redactada con la generosidad del cansancio en un posavasos de papel, sino, lisa y llanamente, que contestase con un «sí» a su pregunta casi rutinaria de que si tendría por casualidad en mi bolsillo algo suelto para el taxi. Me dijo de madrugada una fulana en un garito: «Ya sé que eres un buen tipo, periodista, pero, ¿sabes?, a ciertas horas y en ciertos lugares, a las chicas como yo nos gustan los hombres que llevan el corazón envuelto con el dinero en el bolsillo».