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Amenábar ve las estrellas

Llega por primera vez a Cannes y lo hace con una película de 141 minutos. Alejandro Amenábar participó ayer fuera de competición con «Ágora», una superproducción con Rachel Weisz de protagonista.

Amenábar ve las estrellas
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Érase una vez Alejandro Amenábar mirando el cielo estrellado en una noche sin luna. Podría ser el comienzo de un cuento infantil, pero no: de esa noche de cósmica belleza surgió la idea de «Ágora», película que, en palabras de su autor, nació de la necesidad de «abordar la astronomía desde un punto de vista emocional», que «habla de los ciclos, de avanzar o cometer errores», que retrata «dos mundos en crisis, una sociedad que se está desintegrando», y que quiere dar «un tratamiento sociológico de la historia, la política y la religión». ¿Demasiadas pretensiones para un «peplum» de cincuenta millones de euros, hablado en inglés («el latín moderno»), protagonizado por Rachel Weisz y que se perfila como una de las producciones más caras del reciente cine europeo? En Cannes, donde se presentaba fuera de concurso, hubo aplausos, aunque no se llenó la sala en la proyección para la prensa. Veremos qué pasa en España cuando se estrene esta fallida película histórica que quiere erigirse en retrato de una civilización, la de aquí y ahora, que sigue castigando a los que no comulgan con el pensamiento único.Cómo suena una puertaDice Amenábar que no siente nada cuando ve la película acabada, que sólo puede fijarse en los detalles, «en cómo suena una puerta». Quizá ése sea el gran problema de «Ágora» y, por extensión, del resto de sus películas: con tanta vida interior como una columna jónica, las imágenes de «Ágora» discurren mecánicas, sin apenas establecer un vínculo emocional con el espectador. El drama de Hipatia, filósofa y astrónoma que imparte sus clases magistrales en la Alejandría del siglo IV, es el de ser fiel a sus convicciones, el de vivir por su trabajo –entender el secreto del heliocentrismo, que no es otro que el de saber que la Tierra no es el centro del universo– y mantenerse al margen de las luchas intestinas de los cristianos por el poder. Sin embargo, ese drama no evoluciona, estancando el ritmo de una película que necesita demasiado las palabras mayores para expresar lo que sienten sus personajes.«Quería dar una visión humanista y racionalista de la conducta humana», afirma Amenábar. «Cuando un grupo religioso utiliza la violencia y se toma la justicia por su mano, empiezan los problemas». «Ágora» quiere demostrar que el fundamentalismo es un pez que se muerde la cola: los que son perseguidos serán perseguidores, y así hasta el siglo XXI. Es una pena que la película sea tan discursiva, confíe tan poco en las acciones de sus criaturas para definir su moral y su psicología. Tal vez, el problema resida en el punto de vista, en exceso colgado de las estrellas, como si quien mirara fuera un Dios inclemente que contempla el mundo y su decadencia como una maqueta llena de hormigas. «Incluso cuando vemos la Tierra desde arriba, es como si estuviéramos montados en un satélite», explica Amenábar. Cuando la cámara pone los pies en el suelo, le cuesta convertirse en ese observador privilegiado, ese «testigo oculto» de la intimidad de los personajes. Desde lo sideral hasta lo terrenal, algo se pierde por el camino. No los valores de producción, que están y se notan. La insoportable levedad de la emoción, quizá.Inventar la sopa de ajoAmenábar confiesa haber visto otros «peplums» de altura («Ben-Hur», «Espartaco», «La caída del imperio romano», «Cleopatra», incluso «Faraón», del polaco Jerzy Kawalerowicz) antes de rodar «Ágora». También confiesa que ha sido una película cómoda, que las difíciles fueron «Abre los ojos» y «Los otros». Kubrick, con su frialdad expositiva y su obsesión por transformarse en el ojo-que-todo-lo-ve, es un referente claro. Esperemos, por el bien de los productores, que Mankiewicz no lo sea. ¿Y qué ocurre, pues, con esta superproducción «out of the box», inclasificable y verborreica? Que quiere ser planeta y sólo es satélite, que la humanidad le queda lejos, que piensa que ha inventado la sopa de ajo –o el cosmos entero– cuando no hace más que quitarle el polvo a la Historia (de siempre).