Historia
Contagios Orientales
Hace unos cuantos años hubo una exposición en Madrid de unos cuantos ejemplares de los miles de figuras de guerreros en terracota, procedentes de la tumba del primer emperador chino, Qin Shihuang, de finales del siglo III antes de Cristo, y no dejó de impactar al público la información, especialmente, de que también se enterraba a soldados de verdad y a las mujeres del emperador, a la vez que a estos guerreros. Porque tal era el ritual destinado a que los súbditos del Imperio tuviesen incluso la experiencia física de la condición sobrehumana del poder; lo que también pretendía lograr igualmente el ceremonial de Corte, en vida de esos emperadores. El poder político es por naturaleza, si no tiene freno y límite ni nada que lo transcienda, señorío y administración de la vida y, sobre todo, de la muerte; y su expresión plástica no debe poder ser medida por el rasero de las cosas humanas del común de los mortales. Es un poder divinal, y su aparición ante el pueblo debe darse en un esplendor que implique sobrecogimiento o aterrorizamiento; de manera que, cuando quien detentaba ese poder moría, tenía necesariamente que arrastrar a su tumba a su entorno familiar y cortesano –sus mujeres, los notables, los criados– y, desde luego, a los propios constructores de la tumba, como sabedores de los secretos de la construcción de ésta, o de cualquiera otra clase de secretos, los «arcana imperii» o secretos del poder.El Occidente fue preservado, en general, de esta concepción divina del poder, en su sentido material y físico al menos, gracias a griegos y romanos, y al judeo-cristianismo. La profusión de oro, plata, y piedras preciosas en los vestidos o el calzado imperiales, ya eran tenidas, en la antigüedad griega o romana, como un «asunto persa», o lujo asiático; y la prosternación ante el emperador, exigida como ceremonia áulica por Calígula, rebasaba el culto imperial de Corte, y resultaba un endiosamiento o «hubrys»; esto es, un sacrílego desafío a los dioses, e inaceptable para los ciudadanos. En el Oriente, sin embargo, la naturaleza divinal del poder fue la teoría y la práctica de éste, y esa condición divinal del emperador, y su señorío sobre la vida y la muerte, fueron interiorizados por todos sus súbditos; de manera que, una vez muerto, una parte escogida de ellos tenía que morir con él. En primer lugar, por fidelidad, pero también, según podría deducirse de algunas fuentes, para que los ojos que habían visto a aquel dios en su gloria no pudieran ver la otra gloria del emperador que le sucediera; como ocurría, por ejemplo, en el caso de Constantinopla, donde, pese a ser cristianos y «romanos», la concepción imperial era la oriental, y, si un emperador depuesto veía respetada su vida por el nuevo emperador y no se le entregaba para ser despedazado por la multitud, se le sellaban o sacaban los ojos y se le enviaba a un monasterio para que no viese la gloria de quien le había derrocado. Pero el caso es que toda esa concepción oriental del poder y su práctica han llegado a nosotros, y no hay más que pensar, por ejemplo, en el momento de la derrota del Japón en 1945, cuando el emperador declaró públicamente que no era un dios, y muchos de sus súbditos se dieron la muerte, haciéndose el «seppuku» o «harakiri» ante el palacio imperial mismo. Y muchos otros, dejando además como una glorificación poética de la belleza de su tan terrible gesto, en un poema. Y con un poema, se había arengado desde el principio a los «kamikazes» o guerreros suicidas, en las escuelas militares niponas. Desconcertaron a la inteligencia europea, como hoy sucede con los suicidas de los atentados terroristas, pero todo quedó, y queda, explicado por el fanatismo y otros cuantos tópicos ilustrados. El caso es no percatarse de la reproducción, simbólica al menos, de aquella concepción oriental del poder en nuestras mismas democracias «avanzadas». Sin duda debería repugnarnos.
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