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Crónica desde el infierno de Xinjiang: No entiendo por qué nuestros soldados defienden a esa chusma de uigures

Crónica desde el infierno de Xinjiang: No entiendo por qué nuestros soldados defienden a esa chusma de uigures
Crónica desde el infierno de Xinjiang: No entiendo por qué nuestros soldados defienden a esa chusma de uigureslarazon

Los uigures de Urumqi se pasan el día vigilando, escondidos en la penumbra de sus casas. Por los ventanucos del viejo barrio musulmán asoman miles de rostros temerosos, que dan la voz de alarma cada vez que un pelotón hace acto de presencia. Las redadas son imprevisibles y fulminantes. En cuestión de minutos, decenas de soldados han rodeado un edificio. Las botas militares resuenan en las decrépitas escaleras de piedra. Se escuchan gritos y, antes de que haya tiempo de reaccionar, se culmina el arresto. El condenado es sacado a rastras y desaparece en un furgón blindado. Sus familiares saben que quizá no vuelvan a verlo. «Cuando cae la noche y llega el toque de queda es mucho peor. Los extranjeros tenéis que quedaros para que no nos hagan nada. Si os vais será terrible», dice uno de los vecinos. Los más parecido a una resistencia organizada es el penoso vagabundeo de un grupo de desesperados. Caminan sin rumbo, conversan en la calle, comentando las últimas noticias y esperan la llegada de periodistas foráneos para narrar su versión de los hechos. «Decidle a la ONU que venga. No podemos luchar. Ellos tienen armas y nosotros las manos desnudas, piedras y palos», sentencian. Con olor a miedo Cuando los soldados aparecen, un grupo de inconscientes se dejan llevar por un acto reflejo: se agachan a coger cascotes, en actitud desafiante. Pero basta la mirada de un militar para que salgan corriendo en una frenética carrera por su vida. En un extremo de la calle han levantado una barricada ridícula, con cuatro alambres y botellas de vidrio hechas añicos. «No podemos luchar, pero tardarán más en pasar por aquí, y eso nos dará tiempo», admiten. Las mujeres se arremolinan, llorando y gritando en su lengua de raíz turcomana. Dicen que se llevaron a sus hijos y maridos, que los han matado y han quemado los cadáveres, pero no hay manera de confirmarlo. Aseguran vociferando que hay varios heridos que no son atendidos en los hospitales. Y repiten que entre la noche del lunes y la mañana de ayer hubo, al menos, cuatro muertos más que sumar a la carnicería del domingo. Un coche de Policía se detiene en el centro de la calle. Los agentes son de etnia uigur y entablan diálogos con el gentío, que les pide ayuda llorando. Algunos testimonios son confusos y a veces contradictorios. Los uigures cuentan historias terribles y cargadas de datos fantasiosos sobre la maldad de sus vecinos «que raptan a las mujeres solteras para violarlas en el sur». La culpa de todo, insisten, la tienen los chinos de etnia han, la mayoría dominante en el país, la que controla los resortes del poder no sólo en Pekín, sino también aquí en Xingjiang, región que teóricamente goza del estatus de «autónoma». No se cansan de repetirlo: «los soldados son enemigos, son han». Y la paradoja está servida, porque es precisamente el Ejército quien les está salvando del linchamiento y la efervescencia popular. Desplegados por toda la ciudad, los «check point» militares mantienen sellado el barrio a cal y canto. Tras haber recibido refuerzos desde otras regiones, ahora han aumentando notablemente en número, están armados con porras y escudos, rifles de asalto con bayonetas, apoyados con blindados y helicópteros; pertrechados con bombas de humo, explosivos y gases lacrimógenos. Su fuerza intimidatoria mantiene alejados a los miles de han que ayer volvieron a concentrarse gritando «venganza» a las puertas del barrio musulmán. Esta vez llegaron prácticamente desarmados. «La Policía nos ha prohibido salir a la calle con palos», relata uno de ellos. Los agentes, parece cierto, intentan rebajar la tensión. Desde los helicópteros se pide calma y se lanzan al aire pasquines en los que se exige que las turbas regresen a sus casas, vuelvan al trabajo y olviden su venganza. «Calmaos y no os dejéis cegar por la ira. Queréis justicia, tenéis razón, pero no es culpa de todos los uigures. Los enemigos son un grupo de terroristas apoyados desde el extranjero y serán castigados con fuerza», repiten los megáfonos. Algunos civiles protestan. «No entiendo por qué nuestros soldados defienden a esa chusma. Tendrían que dejarnos acabar con ellos», responde una señora encolerizada. «Son órdenes», se justifica un policía. Los protagonistas A cada hora, los intentos de linchamiento contra los uigures que viven y transitan por la zona han de la ciudad se repiten, obligando a intervenir a los agentes de la Policía. Sin negar que los uigures también cometieron atrocidades en los disturbios del domingo y escudado en un nombre falso, Tursun, estudiante universitario de 28 años, nos da la versión de su pueblo. «Estamos enfadados. Cuando llegué a esta ciudad hace doce años casi todo lo que rodea el barrio musulmán era campo. Los han empezaron a llegar en masa y construyeron la ciudad que ves ahora, con esos enormes rascacielos. Dicen que han traído el desarrollo y la modernidad, pero sólo para ellos». Agrega: «Se llevan nuestro gas y nuestro petróleo con enormes tuberías que van directas a Shanghái, hacen negocios y crean empleo para ellos». «Mientras, nosotros vivimos peor que nunca. Mira nuestras casas. Dicen que somos terroristas. ¿Te parece esta gente terrorista?», tras señalar a un grupo de vendedores de sandías. El universitario asegura: «Tenemos que rezar a escondidas, no nos dan trabajo, no compran en nuestras tiendas. Nunca nos hemos mezclado con ellos y nunca lo haremos. En mi clase los estudiantes uigures vamos en grupos separados, no nos soportamos. Lo que queremos es un país independiente». La rabia y frustraciones de su gente se han convertido en uno de los principales problemas que enfrenta el gigante comunista.