Crítica de libros
Diosas de gonorrea (I)
Yo era así y no me importa reconocerlo. Me gustaban los niños tristes, los hombres sin patria y las mujeres sucias, los juguetes averiados, los fugitivos encaramados en los trenes de mercancías y, sobre todo, esa mezcla de abandono físico y mugre moral que dice de muchas personas mucho más que sus sueños, sus ideas y sus estudios. Siempre supuse –y aún ahora a veces lo pienso– que las manchas en su ropa condicionaron la vida de algunas mujeres más que podría haberla determinado su codicia. De una manera intuitiva estaba seguro entonces de que las chicas que acudían por las noches al club del señor Pavesse se habían abandonado a los placeres de aquel mundo sórdido y relajado por culpa de haberse desentendido antes de su aspecto, y algo me decía que cuando quisiesen rectificar y desandar el camino hacia la luz, sus almas serían insalvables por haberse vuelto sus rostros y sus blusas resistentes a la belleza y al jabón. El caso es que me excitaban como nunca antes me había excitado mujer alguna. Por primera vez en mi vida supe lo que era sentir al mismo tiempo algo que entonces sólo conocía por habérselo escuchado de joven al gangster Pierino Riva. «Muchacho –me dijo– el placer del sexo es infinitamente mayor si al relativo riesgo de pecar se le añade la posibilidad cierta de enfermar». Aquellas primeras noches del Savoy entre las chicas del señor Pavesse fueron para mí un descubrimiento portentoso, casi una revelación. Por fin podría dejar atrás mis decepcionantes días de amargura intentando sin éxito ganarme el aprecio y la sonrisa de aquellas otras chicas de Brooklyn tan decentes y tan higiénicas que parecían destinadas a morir más sanas que la penicilina y más vírgenes que sus muñecas. A mí, y a los que eran como yo, la decencia de nuestros padres en realidad sólo nos había servido para no sentirnos culpables de nuestra vulgaridad y de una miseria que nos calaba hasta el fondo del alma las genealógicas manchas de la ropa. Pierino Riva frecuentaba el club del señor Pavesse y tenía de la vida la idea de que se trataba de algo que a unos les abría caminos y a otros, a nosotros, sólo de vez en cuando nos abría la puerta de un sitio en el que se almacenaban otras puertas como aquella.
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