Conciertos

El recreo

La Razón
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Lucha de gigantes. Pues eso, ninguna tan descomunal como la que entablan el alma y el cuerpo. A veces, y no es una elección peor que otras, hay que ahogarse para respirar. La vida es una adicción tras otra: a existir, a amores, a sucedáneos de amores, a nostalgia de futuro, a sentir, a justo lo contrario. Es un vaivén con fecha de caducidad y tanta intriga de no saber cuándo que, por no ser un yogurt a la espera de ser retirado, nos vamos yendo antes. Ni rebeldía ni malditismo, sólo un dejarse llevar y que luego hagan la necrológica. Sin atributos más que la dignidad de ser tan radical como para empecinarse en buscar el sitio de nuestro recreo, imaginación sin pensar, una lujuria de sensaciones. Todo eso, y mucho más, ha sido mi coartada, por cortesía de Antonio Vega, para engatusar a mis amores cotidianos y excepcionales y seducir mientras tanto, incluso a mí, experta en ensimismamientos varios. Pocas veces funcionó, me rechazaron, pero siempre se quedaron con el vinilo o el CD. Fuera con Nacha Pop, el acústico, o el de versiones. Yo me quedé fuera, pero en las lindes, y Antonio dentro, acunando compañías, soledades, inquietudes o certezas. Es más, azuzaban la ausencia, cual la del «Curro el Palmo» -mayúscula versión de una canción de Serrat-, de radiar el concierto de Antonio en Clamores. No es mala herencia. Ése es el legado del que se fue mientras Zapatero y Rajoy intentaban cuadrar números sin épica ni poética. Da igual, aunque importa. Vega, apellido con resonancias tan productivas, ha dejado un vergel de emociones. Ser periodista a veces tiene propina, por ejemplo hablar con Antonio Vega. Hace un año. La piel la tenía áspera, el alma de terciopelo. Era entusiasmo puro pero contundente: «No esperaba jamás». Pues eso...