Iglesia Católica
Esperanza en el matrimonio y en la familia
Hasta no hace mucho tiempo los cristianos, cuando pensábamos en la familia, nos preocupaba la realización en ella del plan de Dios, de fidelidad a él, de santidad. Pero en nuestro tiempo hemos de hacer lo que hasta ahora no parecía necesario: defender la misma institución familiar. Ella, como todo cuanto Dios ha creado, ha realizarse según su plan. Vivimos en la verdad, cuando vivimos según la fe, es decir, cuando vivimos esforzándonos para que nuestra vida intente reflejar lo que él desea de nosotros.
En lo que toca a la familia, como en tantos otros aspectos de la vida, se nos insiste en la «realidad» de tantos comportamientos que, demasiadas veces, no son aceptables, con lo cual se nos quiere convencer de que estamos fuera de la realidad, por nuestras convicciones cristianas. Es fundamental saber diferenciar la «realidad» de la «verdad». Por ejemplo, cuando se nos abruma con cifras escandalosas acerca del aborto –miles y miles– se nos dice que eso es la realidad. Pero nos hemos de preguntar: ¿esa es la verdad del amor maternal y paternal y de cómo ha de respetarse toda vida humana? La reacción del creyente, en este y en otros aspectos del comportamiento humano, ha de ser hacer cuanto le sea posible para que no haya comportamientos que no sean conformes con la «verdad», que nos viene deducida de la voluntad del Creador. Muchas de estas realidades tienen que ver con el derecho natural. No importa que tenga frecuentemente mala prensa, para que lo recordemos y nos esforcemos en cumplirlo. Frecuentemente situaciones habituales, pero no normales, en temas familiares, están al margen o en contra del derecho natural. Digamos de paso que también hemos de distinguir entre hechos «habituales», porque sucedan frecuentemente, de hechos «normales» que están de acuerdo con una norma moral. No podemos aceptar, sin más, lo que es habitual, o ciertos medios les dan insistentemente relieve a fin de que vayan siendo admitidos sin crítica social.
Tenemos razones para la esperanza, si somos consecuentes con nuestra fe. Ya es experiencia de años que la emancipación del hombre moderno, –negando lo trascendente, negando a Dios, en busca de una falsa liberación producida por las solas fuerzas intramundanas-, no cesa de producir totalitarismos y manipulaciones de toda suerte, de los que la historia contemporánea ha estado repleta. La emancipación ha de saber abrirse a la liberación, que en Cristo Jesús ha sido ofrecida a la historia, como la liberación de sí mismo, para existir, en el amor y en la esperanza, para el Padre y para los otros. Jesús, hombre libre, no cesa de provocar a los hombres a la libertad.
La persona no puede liberarse del mal, que le oprime, con sus propias fuerzas, pues sus manos se han de abrir también a la alabanza y a la oración para acoger el don que viene de lo alto. Y ello no es falta de realismo, sino el realismo por antonomasia, porque Dios es la realidad misma. No se puede eliminar a Dios sin amputar la humanidad y, en consecuencia, la familia.
Los humanismos al uso: positivista, marxista, nietzshano más que ateísmo, son propiamente antiteísmo y, más concretamente, un anticristianismo, por la negación que hay en su base. Aunque sean distintos entre sí, sus mútuas implicaciones, escondidas o patentes, son muy grandes y tienen un fundamento común consistente en la negación de Dios, coincidiendo también su objetivo principal de aniquilar la persona humana, pues será tanto más manipulable por el poder, cuantas menos convicciones profundas tenga.
Tenemos esperanza, porque no es verdad, aunque tantas veces se afirme, que el hombre pueda organizar el mundo sin Dios. Lo cierto es que sin Dios no puede, en fin de cuentas, sino organizarlo «contra» el hombre. El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano. Tenemos esperanza, porque le fe en Dios, que nos inculca el cristianismo es una trascendencia siempre presente y siempre exigente, que nos inquieta para romper el límite, muchas veces insuficiente, de nuestras concepciones mentales y de nuestras construcciones sociales. La fe en Dios, que nada podrá arrancar del corazón del hombre, es la única llama donde se alimenta –humana y divina– nuestra esperanza. La actuación de Dios está ya inscrita en la naturaleza, que Dios ha hecho tan apta para rejuvenecerse, regenerarse y reponerse por sí misma. En el nivel sobrenatural consiste en «vencer el mal con el bien» (Rom 12,21), el odio con el amor, el pecado con el sacrificio. Hay que creer en la capacidad que tiene el bien de llenarlo todo.
Card. Ricardo María CARLES
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