Historia
«La gratitud es un defecto de los perros»
Una infancia dura y unos años de violenta juventud. «Llamadme Stalin» bucea en la vida del tirano antes de la Revolución.
MADRID- Simon Sebag Montefiore reconstruye en su segundo ensayo sobre Stalin («Llamadme Stalin», Crítica, Barcelona-2008) los años de formación de uno de los mayores tiranos de todos los tiempos. Encantará, por supuesto, a los «ambientalistas»; y a todos aquellos que buscan en las vivencias de infancia, en el ambiente social, una explicación para el horror de algunas conductas. Y sí, Iosiv Vissarionovich Djugashvili, llamado «Soso», fue el hijo único de un padre alcohólico y brutal, que le golpeaba hasta dejarle sin sentido; y de una madre joven, guapa y promiscua, muy promiscua, que puso al servicio de su «Soso» todos sus encantos para que pudiera estudiar y hacerse un hombre de provecho. Y sí, también las calles de Gori, la ciudad de la Georgia caucásica donde se crió, eran el reflejo de la brutalidad de la época; escenario de «progoms» y matanzas rituales, y acomodo de tabernas y lupanares. El joven Stalin vivió esa infancia de palizas nocturnas y una adolescencia de pandillero. Pero tuvo maestros y protectores benevolentes que sufragaron sus estudios en los mejores seminarios de la región y, sobre todo, le evitaron el enojoso destino de la mayoría de los de su clase: el taller mugriento e insalubre, las jornadas de 16 horas, el abuso de los patrones...
En la fábrica de zapatos
«Dénle una beca a Soso, y habrán construído la mejor iglesia sobre la tierra», argumentaba uno de sus padrinos para que se le admitiera, gratis total, en el seminario mayor de Tiflis. Y fue admitido contra la voluntad de su padre que lo quería, junto él, en la gran fábrica de zapatos. Si como dice Simon Sebag, Stalin «debió su éxito político a la insólita combinación de brutalidad callejera y de educación clásica», Rusia debe a esos hombres buenos la creación de uno de los artífices más perfectos del terror, en todos sus conceptos. Pero como decía el tirano: «La gratitud es una enfermedad de los perros».
Los años de aprendizaje revolucionario de Stalin conformaron una personalidad de una simplicidad sorprendente. No hay matices, ni desgarros interiores. Él lo llamaba «ser prácticos» y nunca se le presentó la menor contradicción. Como preso en las cárceles zaristas, como desterrado en Siberia, como perseguido y burlador de la temida policía secreta de Nicolás II, Stalin captó perfectamente los errores represivos de sus adversarios, aquellos que le permitieron seguir con vida en las peores circunstancias, rehacerse y derrotarlos.
«Que te tiemble la mano»
Él no cometería los mismos fallos: sus cárceles serían de exterminio; sus tribunales tendrían las sentencias predeterminadas; el distendido exilio siberiano prerevolucionario, con subsidios económicos facilitados por el propio Gobierno, sería sustituído por los espantosos campos de trabajo, los «gulags» en los que desaparecieron millones de vidas. «En las cárceles los presos tienen derecho a reunirse, a leer, a estudiar, a presentar quejas», comentaba asombrado el joven Stalin, que hizo de cada una de sus estancias en prisión un comité de recluta y resistencia. Nunca más. Cuando él llegó, ninguno de sus enemigos tendría nunca una segunda oportunidad. «Que no te tiemble la mano. Si entre diez inocentes hay un culpable y no sabes quién es, cuélgalos a todos».
Simon Sebag rescata los viejos episodios de violencia, desenfreno sexual, doblez, enterrados en los archivos durante décadas, borrados de las biografías oficiales. Por allí desfilan sus compañeros de los primeros años: asesinos a sueldo, atracadores de bancos, despreciados intelectuales «mencheviques», sacerdotes, policías venales. Todos los que se sintieron subyugados por la deslumbrante sencillez de sus planteamientos políticos y estratégicos. Pero si algún hecho retrata al hombre que iba a ser, es el atraco al carruaje-correo de Tiflis, el 13 de junio de 1909.
Lenin, en Finlandia, necesitaba dinero y Stalin se había comprometido a dárselo. El correo llevaba un escuadrón de cosacos como escolta. Stalin eligió el lugar más idóneo: la calle principal de la ciudad, justo cuando el convoy debía atemperar la marcha. Sus hombres, mezclados entre la multitud y ocultos en tabernas, llevaban enormes bombas de mano. Contaban con el horror de la matanza para apoderarse del botín. Todo salió según lo planeado por Stalin: en medio de las explosiones, muertos los caballos y dispersos los guardias, se apoderaron del equivalente a tres millones de euros actuales. Sólo costó 40 muertos y 60 heridos graves entre los transeuntes. Ése era Stalin. Lenin fue el único que comprendió lo valioso de un aliado que se había formado de muchas cosas más que de una infancia violenta y miserable. Era la mano ejecutora y la palabra directa y convincente. Nunca vacilaba. Ni ante una vida, ni ante diez mil. Troski lo aprendió en su propia carne.
Matón callejero
- En la pubertad, Stalin se convirtió en un matón callejero, jefe de su banda y manipulador carismático en las salvaje calle de Gori.
- Gozó de la protección de los amantes de su madre, incluido el jefe de la Policía, lo que le libró del destino común para sus compañeros de barrio.
- Fue en el Seminario de Tiflis donde tomó el primer contacto con el marxismo. Tras cuatro años de estudio, abandonó sin ordenarse. No fue alumno dócil, aunque sí brillante.
n Su primer trabajo fue en el Observatorio Meteorológico de Tiflis. Utilizaba las instalaciones como centro revolucionario clandestino.
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