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La Jaima

La Razón
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Para mí, y hasta la fecha, La Jaima era un mariquita de San Sebastián que estaba enamorado de todos los remeros de traineras de la cornisa cantábrica. La Jaima permanecía en paradero desconocido durante todo el verano, pero días antes de la gran regata de La Concha, La Jaima irrumpía en el muelle de pescadores vestido de amarillo, porque sus remeros preferidos –sin ofender al resto de las tripulaciones– eran los de Orio. Y cuando Orio ganaba la regata, que era con frecuencia, La Jaima quemaba la noche donostiarra como si de una viuda húngara se tratase. En aquellos tiempos, las viudas húngaras estaban muy bien vistas en San Sebastián, no se sabe por qué. En Biarritz veraneaban los exiliados rusos –Yusuppov, el asesino de Rasputín, entre otros–, y en San Sebastián las viudas húngaras, escapadas de la melancolía de Budapest como consecuencia de la amable invasión y represión soviética de 1956. Conocí a una de ellas, Stéfana Sterhazy, que se bebía dos ginebras en el «Bar Pepe» y dejaba mil pesetas de propina. La conoce Solbes y acaba con ella.

Pero la Jaima de hogaño no es la de antaño. La de ahora es una tienda de campaña que Ghadafi traslada allá donde su cuerpo, muy avejentado por cierto, se mueve. Ghadafi viaja con trescientas personas de séquito, treinta mujeres vírgenes armadas y una Jaima para dormir. Como buen beduino, no tolera los habitáculos occidentales, y lo mismo en los jardines de El Pardo, que en Sevilla o en Marbella, duerme creyéndose entre dunas paseadas por gacelas, alaridos de hienas lejanas y ladridos de fennecs. Lo que no acabo de comprender es la exigencia probada de virginidad para formar parte de su guardia personal. De ahí, probablemente, la tristeza de su expresión, sólo comparable a la de las vacas, de las que aseguran que sus miradas lánguidas responden a una circunstancia de frustración continuada de difícil alivio. Están todo el día hurgándoles las tetas y nadie las besa después.

Esta noche Ghadafi dormirá en su Jaima, instalada en los jardines del Palacio de El Pardo, en cuyo ambiente aún cabalga al paso del aire la Guardia Mora de Franco. Al menos, Ghadafi es más educado que algún reyezuelo cercano hospedado en el Palacio, cuyas alfombras de la Real Fábrica de Tapices hubo que cambiar porque el séquito del reyezuelo cocinaba el cus-cús sobre ellas. Ghadafi viaja con su pedazo de desierto a cuestas, y mata sus cabritos personalmente, y bebe leche de camella o dromedaria, que no sabemos si los camélidos que se ha traído hasta aquí son de una joroba o de dos. Pero resulta patética su imagen de beduino errante, que parece demandar ese euro de limosna, que no de propina, que tanto intranquiliza el sueño occidental de Solbes.

La Jaima de Ghadafi es amplia, lujosa, alfombrada y cálida. Treinta centinelas vírgenes la rodean y custodian. Hay que reconocerle un esfuerzo literario en sus costumbres. Nadie osa intentar amores con ellas. En cierta ocasión dijo Ghadafi que sus centinelas vírgenes eran como cobras. Pasar un día en esa Jaima daría para escribir una gran novela. Pero ahí nadie escribe. Se pone y se quita con método medieval para que habite su dueño y señor desde la añoranza de su sangrado desierto.