África

Conflicto armado

Numancia en el Índico

Los civiles tamiles sólo tienen dos opciones: morir junto a la guerrilla en la playa, arrinconados, o ingresar en un campo de refugiados habilitado por el Ejército.

Numancia en el Índico
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El cerco que el Ejército de Sri Lanka sigue estrechando sobre los últimos guerrilleros tamiles tiene todos los ingredientes para convertirse en una de las matanzas más clamorosas y previsibles de los últimos años. Y sólo la indiferencia internacional aumenta al mismo ritmo que la tragedia. Si en la capital de la propia isla los tambores de guerra llegan amortiguados por la lejanía, en los medios de comunicación y foros internacionales el desinterés roza el escándalo. Todo a pesar de que el guión de lo que la ONU denominó el martes «un baño de sangre» cumple con las exigencias de cualquier espectáculo televisado.

 

Factores fílmicos no faltan. Desde hace ya semanas, un grupo de unos 800 tigres tamiles (probablemente a estas alturas queden bastantes menos) protegen al líder guerrillero con más años en activo de Asia, Vellupillai Prabhakaran, en un área de no más de 4 km cuadrados. En su pequeña fortaleza frente a la playa, los rebeldes resisten sin apenas víveres y con menos y peores armas que sus enemigos. Ayudados por una lengua de agua y parapetados bajo búnkeres subterráneos con salidas al mar, su mejor defensa es la presencia de decenas de miles de civiles, refugiados tamiles que han ido arrastrando hasta la retaguardia de una guerra que tienen completamente perdida desde hace meses.

 

«Ofensiva final»

 

Al otro lado se sitúa un Ejército regular que tiene prisa por anunciar la victoria definitiva. En las últimas 48 horas, su artillería ha bombardeado indiscriminadamente la zona, según denuncian varias ONG y las propias Naciones Unidas, dejando entre 300 y 1.000 víctimas y miles de heridos, según diferentes versiones. Los ataques alcanzaron ayer las enfermerías y las fuentes hospitalarias hablaban de otros 50 cadáveres. Si son confusas las cifras diarias, el número de muertos desde que comenzó la llamada «ofensiva final» es un verdadero enigma. Por las fotos que llegan desde la zona pueden verificarse algunos detalles. Sabemos, por ejemplo, que entre los cadáveres y mutilados por la metralla hay decenas de niños.

 

El conflicto étnico que late detrás de esta encarnizada guerra y la expulsión de todo periodista u observador internacional que intenta el acceso a la zona de combate hacen sospechar lo peor. Algunos analistas indios han dejado caer que se podría estar produciendo un genocidio encubierto. En cualquier caso, para los tamiles desplazados por la guerra sólo existen dos opciones. La primera es morir junto a la guerrilla en la playa donde se encuentran arrinconados. La segunda es ingresar en los campos de refugiados habilitados por un Ejército que les lleva considerando el enemigo durante décadas. Cientos de miles han optado ya por lo segundo y su pista se pierde entre tiendas de campaña.

 

El Gobierno, por su parte, asegura que son los tigres tamiles quienes están matando a sus propios paisanos, que los utilizan como escudos humanos y que pagan la deserción con un tiro en la nuca. En la capital, entre el personal humanitario crece la sensación de que cuando se sepa lo que realmente está ocurriendo será ya demasiado tarde.