Crítica de libros

Oceania

La Razón
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Como sucede tantas veces, no nos damos cuenta de que vivimos en un hidroplaneta, pues el 71 por 100 de la superficie terrestre la ocupan mares y océanos. Y hoy, a pesar de tantas nuevas tecnologías, seguimos dependiendo de esa gran masa hídrica, origen de la vida misma desde el punto cero de la evolución; y de la que emana la regulación del clima, en la que funciona el sumidero de CO2, como también es fuente de alimentos, con un panorama de posibilidades todavía inimaginables en materia energética. Con su oportunidad habitual, el semanario «The Economist» acaba de editar (3.I.09) un suplemento especial sobre los procelosos mares a que estamos refiriéndonos (autoría de John Grimond), en el que sintética y cabalmente, no es una contradicción, se repasan las grandes cuestiones de un tema tan extenso como complejo; y también tan descuidado hasta ahora. En nuestro planeta, que en vez de Tierra debería llamarse Oceania (sin tilde, no es errata, porque es cosa distinta de Oceanía) sufrimos la «tragedia de los bienes comunes». De manera que faltando la identificación de la propiedad de esos grandes volúmenes de líquido elemento (aparte de las consagradas 200 millas), se produce el derroche y el deterioro; en términos de un mar-vertedero de toda clase de residuos, sobrepesca salvaje contra la biodiviersidad, y prospecciones petroleras con toda su complicación ambiental. Los remedios están ahí, a la vista: unas Naciones Unidas que gestionen los bienes globales con criterios de sostenibilidad. Lo cual no es óbice para que la Unión Europea, con sus 68.000 kilómetros de costa, desarrolle una política activa en esa misma dirección. Para ello contamos con el gran precedente del modelo islandés de pesca racional. Es la hora final; o el principio de una nueva era para los mares. En la que el depredador humano debe convertirse en el conservador de Oceania, la parte más extensa y rica del hidroplaneta en que vivimos.