Marbella

Pobres de semáforo

La Razón
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l inolvidado Manolo Summers arrancó su coche, tomó la primera calle a la derecha y desembocó en la gran avenida. Un semáforo estaba en rojo y Manolo detuvo la marcha. El pobre del semáforo se acercó en pos de la limosna y Summers reparó en que no era el habitual. Con su descarada gracia atlántica, y aquel ceceo que nunca le abandonaba, Manolo se encaró con el pobre: -Uzted no ez el pobre de ezte semáforo-. -En efecto, don Manuel -le aclaro el pobre nuevo, bastante instruido-; el pobre de este semáforo es mi hermano, pero se ha ido de vacaciones a Canarias y me ha prestado el sitio hasta su vuelta-. Eran los últimos pobres españoles.

Su territorio ocupa varias manzanas de tronío. Pueden verla en Velázquez, Serrano, Claudio Coello y Lagasca, con los límites establecidos en Ayala y Don Ramón de la Cruz. Es la pobre más pobre de todos los inmigrantes rumanos. Entra en los bares y sale de ellos con unos buenos euros en el bolsillo. Un trabajo intenso y persistente. A prudente distancia vigilan sus movimientos dos hombres jóvenes, probablemente sus nietos. Habla un español horrible pero decidido, y apunta un principio de llanto si el receptor de su petición no deposita en su mano derecha la deseada moneda. El propietario de uno de los bares más concurridos de la calle de Lagasca coincidió con ella el pasado verano en el «Meliá Don Pepe» de Marbella. Veraneaba allí con toda su familia, diecisiete más o diecisiete menos. Al menos no es violenta.

Grupos de cuatro o cinco, entre mujeres y niños, limpian –por decir algo– las lunas delanteras de los coches. Lo hacen imponiéndose, y si el automovilista «beneficiado» se resiste a recompensar su lamentable servicio, le ensucian el coche y salen corriendo. Muchas mujeres no tienen esa suerte y son agredidas por la banda. La Policía Municipal hace todo lo que puede para no meterse en líos y acostumbra a mirar hacia otros rumbos.

Ahora se han puesto de moda los saltimbanquis y prestidigitadores semaforinos. Lanzan al aire tres bolos y juegan con ellos mientras el semáforo está en rojo. Semanas atrás vi cómo uno de los artistas golpeaba con uno de los bolos la parte delantera de un coche cuyo conductor se opuso a recompensar el número circense. Circular por Madrid se ha convertido en una aventura de complicado pronóstico. Se echa de menos al honrado pobre español, que no era pobre, al paciente pobre español, que tampoco era pobre, al educado pobre español, que de pobre nada tenía, pero que aceptaba el humor de los conductores y los viandantes con una tolerancia exquisita. –Hoy no puedo, Rafael, que no llevo suelto. Sólo tengo mil pesetas–; –de acuerdo, don Fulano, pero que conste que al ritmo que va la vida, mil pesetas es suelto–.

La armonía en una ciudad grande es imposible. Pero habría de ser mejorada la vigilancia. El ciudadano paga sus impuestos y quiere ir de un lado al otro de Madrid sin excesivos contratiempos. Respetando y colaborando con los auténticos necesitados, pero sin someterse a las mafias organizadas que atacan la libertad de la buena y pacífica ciudadanía. ¡Ay, aquellos pobres de antes!