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Profecías
El mundo está como hoy estoy yo: sin ideas y, si las hay, todas son malas. Sin gracia ni empaque, ni siquiera son ideas, como mucho ocurrencias. Hemos vivido instaladas en ellas mucho tiempo. Parecía que no hacía falta pensar, sólo dejarse llevar por la inercia de vivir con cierta alegría y mucha despreocupación. Ahora no: crisis económica, pandemia de gripe sin nombre pero con atributos letales... Sin ánimo de frivolizar, vivimos un momento Nostradamus preocupante, dado el afán con el que el hombre se entrega a dar y recibir profecías. Todas apocalípticas, claro. No estamos en un buen momento. Hemos estado mejor y peor también, incluso hay veces que ni sabíamos cómo estábamos, que es la situación más deseable por lo que tiene de síntoma de que todo era normal. Ahora no, ahora nos hemos asentado en un estado de alerta con vistas a la alarma. De la inconsciencia del pasado hemos pasado a un exceso de consciencia que invita a la psicosis. Anticipamos males futuros que aún están por llegar y que casi invocamos aunque sólo sea para tener la razón. Entregados al desánimo y secuestrados por el miedo –sabíamos que el dinero y los que lo manejan eran cobardes, pero no tanto–, nosrecreamos en la suerte, en la mala suerte. No es cuestión de tapar la realidad tras los visillos de optimismo antropológico de quien nos gobierna –o está en ello, o lo intenta, o ya ni sé qué hace aunque todos sabemos lo que no hace–, pero tampoco de empañarla aún más con un pesimismo enfermizo. Vale, es difícil interpretarla, nos tienen noqueados de tantos golpes que nos están dando, pero tampoco es cuestión de acobardarse. Sólo nos falta sacar a pasear «La peste» de Camus, sin leerlo, eso sí, no sea que nos diese una lección, justo la que necesitamos.
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