Afganistán
Tiempo de sacrificio
En su entrevista de despedida con la Prensa acreditada en la Casa Blanca y más tarde su discurso a la nación, el presidente George W. Bush utilizó un tono más reflexivo que durante la mayor parte de sus dos mandatos. Reconoció algunos errores y «decepciones», incluyendo Abú Ghraib, la ausencia de armas de destrucción masiva en Irak y su decisión de dar preferencia a la reforma de la seguridad social por encima de los cambios en la Ley de Inmigración tras su reelección en 2004.
Pero esperé, en vano, una admisión de lo que otros y yo consideramos el mayor fracaso de la presidencia de Bush: su negativa a pedir cualquier sacrificio a la mayoría del pueblo estadounidense cuando puso a la nación en pie de guerra a raíz del 11 de Septiembre.
Algunos citan fallos que van de Abú Ghraib y Guantánamo al huracán «Katrina» y el descuido del medio ambiente y la clase trabajadora. Pese a estos escándalos, lo más perjudicial para los norteamericanos ha sido imponer el peso íntegro de la ambiciosa, por no decir equivocada, política de seguridad nacional en las familias de los militares. Irak y Afganistán son los frentes principales de la cuarta guerra de importancia de mi vida, tras la Segunda Guerra Mundial, la Guerra de Corea y la Guerra de Vietnam, y la primera en que no se pidió ningún sacrificio a la población civil: nada de impuestos más altos, nada que diera al traste con la comodidad de la vida cotidiana.
El día después de los ataques del 11-S, Bush decía que «los deliberados y mortales ataques perpetrados contra nuestro país fueron más que actos de terror.
Fueron actos de guerra». Inmediatamente solicitó al Congreso una ley de gasto de emergencia para reforzar la defensa civil y sufragar la movilización de los reservistas. En el templo de San Pedro, habló de «los elocuentes actos de sacrificio» realizados por los individuos que dieron sus vidas en Manhattan y en Virginia, y citó el tributo previo de Roosevelt a «el cálido valor de la unidad nacional».
Pero en ese momento, cuando el país estaba verdaderamente unido y la gente estaba más y dispuesta al sacrificio, Bush no pidió nada. Habló de la necesidad de «paciencia» y «resolución», pero como respondió en Camp David cuatro días después del megaatentado a preguntas de la prensa: «Nuestra esperanza es que no tengan que hacer ningún sacrificio en absoluto. Nos gustaría ver que la vida vuelve a la normalidad en América». La mayor contención que se le ocurrió: «Nos ha declarado la guerra. La gente puede no ser capaz de realizar sus reservas con tan poca antelación».
En esto se quedó el concepto de sacrificio de Bush. Durante los años posteriores, las familias de la Guardia Nacional y los reservistas voluntarios se sacrificaron a fondo, desde repetidos despliegues en Irak y Afganistán hasta ampliaciones involuntarias del cupo, por no hablar de los muertos y heridos, que se cuentan por miles. Mientras, al resto de estadounidenses, como sostenía el año pasado John McCain, lo único que se les pidió fue «ir de compras». En ese tiempo, el presidente que no pidió nada al país siguió desperdiciando el superávit presupuestario que heredó y a su vez recortaba los impuestos a los más ricos de entre sus electores. Las bajadas de tasas se convirtieron en el remedio soberano a todo durante los años Bush, hasta cuando, o especialmente cuando, quedó claro que los presupuestos se habían convertido en déficit y que pedíamos prestado al extranjero para cuadrar la recaudación. La lógica retorcida de pedir prestado para pagar los impuestos impregnó el resto de nuestras decisiones económicas privadas y públicas, alimentando los ciclos especulativos de expansión que inflaron «burbujas» insostenibles en los mercados financieros e inmobiliarios. Bien, el batacazo inevitable ha llegado y la nación se enfrenta a un déficit de más de 1,2 billones de dólares en el actual ejercicio. El camino «insostenible» elegido por Bush desde que declarase la guerra a los enemigos de América sin pedir los impuestos hace que sus nietos sean quienes paguen ese desatino.
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