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Una altivez y un susurro

La Razón
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Desde siempre, los hombres mostraron su tristeza y su inquietud por su oscuro destino, y éstas se agudizaban a medida que iban alargándose las sombras, y los días del otoño se acortaban, porque el sol parecía desfallecer en su poder. Pero también tenían la experiencia de que no se extinguía, y volvía a alzarse como un Sol Invencible. En la cultura romana misma, se daba esa simbolización del sol como fuente de vida, y, lógicamente, la todavía muy joven cristiandad, aunque para ella el sol era, como para los judíos, mera naturaleza creada, comenzó muy pronto a ver en él un símbolo de Cristo, como lo era el pez por otras razones; y en el siglo IV, a las representaciones pictóricas, siguió la institución de una fiesta, en el solsticio del invierno precisamente, para afirmar que aquel del que el sol era figura no pasaba. Y tal fue el rumor que incendió al mundo, y vino a rasgar, y ordenar los tiempos en un antes y un después, en los que la historia tendría ya un sentido nuevo. Y eso fue la Navidad. Había ya en el mundo más de lo que había, y los hombres ya no serían una cosa más en ese mundo; y entonces, ¿cómo no iba a incendiarse el mundo? Algunos hombres se alzaron con la conciencia de una dignidad desconocida, y los paganos cultivados se percataron de que, como diría el filósofo marxista, Ernst Bloch, veinte siglos después: «El cristianismo es altivez y voluntad de no dejarse tratar como ganado». Así que los hombres del poder se irritaban ante ese hecho, y especialmente ante el rumor mismo de que un niño había nacido en un pesebre, porque nada hay que empavorezca más a un poder de este mundo que lo débil y lo frágil, el susurro, la alegría, y una conciencia, cuyo ámbito no puede ocuparse, y que niega que el poder de este mundo sea lo Sumo, la Última Instancia.

Porque el poder político puede administrar el terror y la muerte, que es algo que está en su naturaleza, pero es impotente ante la debilidad, y esto es lo que hace que un niño, ahora mismo, con la caja de cartón en la que guarda sus figuras del belén, haga temblar a nuestros Césares, porque esa caja es todo un devastador «Tratado teológico-político».

Porque lo primero que sabíamos es que esas figurillas del belén eran de barro, y se podían romper, y, si se rompían, era un dolor; pero que también podíamos rompernos nosotros y el mundo entero, y teníamos que tener cuidado, como con las figurillas. Pero ¿por qué no nos apenaba, sin embargo, si el que se hacía añicos era el castillo de Herodes? Quizás porque, al fin y al cabo, sólo era un añadido allá arriba en las montañas del fondo, pero no se necesitaba para nada, y el resto de la vida del belén podía continuar sin él, y ni lo poníamos a veces. Y así fuimos educados por las figurillas de barro y la percepción del antiguo susurro, en la mayor de las incorrecciones políticas. ¿Cómo podríamos extrañarnos, ahora, de que los nuevos Césares hagan también todo lo posible para aplastar aquel rumor y no quieran que ningún niño aprenda que ellos no son lo Supremo?

Ciertamente torna a atenazarles el miedo de quienes deciden que en lo real no debe haber más realidad que la que pueden controlar; y que un niño nunca puede nacer en un establo sin que el César lo consienta. De manera que se han militarizado hasta los poderes culturales para soterrar este susurro. Lo que pasa es que, ante la ironía radical del nacimiento en el pesebre, esos poderes quedan encerrados en un círculo cerrado igualmente irónico, porque la debilidad, la esperanza, la alegría, y el rumor de que somos alguien no pueden ridiculizarse, ni aplastarse, y, aun inaudible, ese antiguo y altivo susurro sigue ahí. Y, por él, la Navidad es siempre una mañana para el mundo.