España
Una estampa de hace 20 años
El día que nací yo, ¿qué planeta reinaría? Como si fuera una canción de mis recuerdos infantiles podría decir que el día que nací yo, qué nevada caería en Madrid que a la comadrona tuvieron que abrirle paso los vecinos dejando expedito de nieve el camino para acceder a casa y poder atenderme en el parto, que afortunadamente llegó con cierto retraso. Eso es lo que me contaba mi madre cada vez que nevaba en Madrid. El día de mi nacimiento era su mejor referencia para hablar de nevadas en Madrid. Yo no me acuerdo claro, pero sí de las muchas nevadas de tantos inviernos gélidos donde la ciudad se quedaba durante varios días bajo cero; de tantas nevadas vividas primero con el entusiasmo infantil del regocijo en la calle; la angustia después de no poder llegar a la escuela, donde el bueno de don Luis habría pasado su particular calvario echándole leña a la estufa de clase, y con el agobio de los muchos días en que la nieve nos impedía llegar tiempo al trabajo. Recuerdos de muchas nevadas hasta que tiempo fue poniendo la nieve en mis senes y en mi barba. Antes nevaba en Madrid más que ahora, no sé si porque el calentamiento del Planeta lo hace cada día más inviable o porque lo que realmente se ha calentado es esta ciudad. Entonces la contaminación atmosférica era únicamente un presagio de futuro y se hacía cierto el viejo dicho de: «El aire del Guadarrama es tan sutil, que mata a un hombre y no apaga un candil». Ese aire entraba sin barreras de contaminación, puro y fresco, dejando a la ciudad en un estado climatológico que propiciaba la nevada. Entonces, como ahora, el medio más eficaz para quitar de la calzada el manto blanco era la sal gorda, que los empleados municipales esparcían a mano como si estuvieran interpretando una sementera urbana; después los barrenderos iban achicando la nieve con sus escobones y cepillos.
Todo se hacía a mano, como los muñecos de nieve en todas las calles y plazas. Habías atascos circulatorios, pero no se hablaba de caos, porque eran my pocos los que acudían a trabajar en coche y el Metro era la mejor de las soluciones. Recuerdo aquellos días del paisaje blanco nevado, donde las fotografías de los periódicos se centraban en los dos elementos más emblemáticos de la Villa y Corte, la Cibeles y Neptunio, para captar las mejores imágenes del frío. La nieve se iba derritiendo, pero las bajas temperaturas hacían que sobre la madrugada de Madrid cayeran puñales de hielo que se clavaban en las fuentes públicas y fabricara estalacitas transparentes que colgaban de las barbas de los leones del carro de la Cibeles. Me contaba mi abuelo, y después lo he visto ratificado en el legado de los cronistas, que una mañana de nieve la diosa Cibeles amaneció arropada por una capa española. Se desbordó la fantasía de algún romanticón que dijo que un viejo poeta había prestado la capa a la diosa para protegerla del frio, pero la realidad es que alguien quiso promocionar el estreno de Casa de Seseña en Madrid, el principal fabricante de capas españolas que se acababa de instalar en la capital de España.
En Madrid comenzó a nevar de tarde en tarde y casi siempre sin alcanzar el término de «copiosa» la nevada. Esta ciudad se acercaba en temperaturas más al infierno que al cielo, por culpa de sus pecados del tráfico. Puede que la última gran nevada, antes de la de ayer, se produjera hace veinte años. Desde entonces ha llovido mucho y ha nevado poco. Hoy tenemos muchas «emes» (M-40, M-45, M-50) que son auténticas «emes» (mierdas, por decirlo sino fina, sí llanamente) sobre las que se acumula la nieve, no desaguan bien y quedan cautivas de grandes capas de hielo. Ayer se repitió una nevada como la de hace veinte años y pudimos comprobar que hay cosas que no cambian, sino que empeoran; por ejemplo, la predicción del tiempo, que se aproxima menos que nunca a la realidad; las medidas de prevención, que se encuentran en estado de hibernación, y que siempre la culpa es de los demás. Por lo menos antes, cuando nevaba en Madrid, la culpa la tenía el gélido invierno.
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